sábado, junio 25, 2005

Una ventana indiscreta

La necesidad de un regreso terapéutico al pasado, los afanes de los protagonistas de sus filmes por repetir las historias personales para exorcizarlas y desprenderse de esa cárcel, es constante en la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock (1899-1980). Está, por supuesto, en Spellbound (Recuerda o Cuéntame tu vida, 1945) y en Marnie (Marnie, la ladrona, 1964), esas dos cintas psicoanalíticas; pero también en Vertigo y, de algún modo, en The Birds (Los pájaros, 1963), en la que Melanie Daniels (Tippi Hedren) termina acurrucada en los brazos de la madre simbólicamente recuperada que es Lydia Brenner (Jessica Tandy), como refugio ante el inexplicable caos ornitológico que ha inundado al mundo y del que intentan escapar.
En Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), ocurre de manera distinta: desde el espacio en el que observa a sus vecinos el protagonista tiene frente a sí un mapa de la vida: están los recién casados, la pareja madura en crisis y el matrimonio de muchos años; la soltera joven, la mujer quedada y la anciana solitaria (que esculpe en el patio trasero figuras horrorosas); está el compositor de baladas... y el fotógrafo de prensa L. B. Jeffries (James Stewart), el “mirón”, que sobrelleva con la hermosa modelo Lisa Carol Freemont (Grace Kelly) una relación en pausa perpetua, sin futuro. Se dirá que el tiempo se les viene encima, o que todos los tiempos los catapultan para confrontarlos y sacarlos de la parálisis. La terapia, en este caso, se da a partir de la contemplación de lo que podría ocurrirles, del dibujo por pantallas (en un abanico que va desde la felicidad aparente hasta el crimen real) de su destino posible.
El cine es también una “ventana indiscreta” a la que en sus mejores expresiones (no en su vertiente comercial y chabacana, a la caza no de espectadores sino de consumidores) hay que volver una y otra vez, para a través de ella mirarnos al espejo.

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El arranque del siglo XXI ha sido propicio para que el corpus hitchcockiano reaparezca. Se está ahora en una situación muy distinta a la que enfrentó en los años sesenta el exigente especialista Robin Wood, quien durante la redacción de su importante Hitchcock’s Films (El cine de Hitchcock, 1965; editado en México por Era en 1968) se encontró con que de la que consideraba como primera obra maestra del director británico, precisamente La ventana indiscreta, no había disponible en Inglaterra una sola copia para exhibición pública ni privada. Escribe: “Menciono este hecho desafortunado tanto para disculparme como para protestar. Para disculparme, porque este capítulo ha tenido que basarse necesariamente en un recuerdo de tres años y en unos cuantos apuntes hechos en el cine. Si hay inexactitudes, y si mi análisis aquí es menos particularizado, pido la indulgencia del lector por la razón expuesta”.
Hoy, Wood hallaría un panorama que acaso podría enloquecerlo; y la protesta enmudecería para dar paso a la celebración. Se tiene ya la casi totalidad de los 53 filmes de Hitchcock en DVD, muchos de ellos en versiones restauradas, abarcando desde la etapa británica (cintas mudas y sonoras), su no tan espectacular llegada a Hollywood (por la tortuosa colaboración con el productor David O. Selznick), hasta los filmes maestros y una rara decadencia que tiene acaso a Topaz (1969) como su largometraje menos lúcido. Y esto, el poder ver las cintas en casa en cualquier momento, ha propiciado una exposición sobre las relaciones de Hitchcock con el arte (que se exhibió primero en Canadá, en The Montreal Museum of Fine Arts, y luego en Francia, en el Centro Georges Pompidou de París, entre el 2000 y el 2001) y nueva bibliografía.
A los libros clásicos, como el del gran ensayista Robin Wood (no reeditado en español, me parece), o las conversaciones con François Truffaut y los tomos biográficos de Donald Spoto (considerados por algunos como tremendistas), se agregan en 2003 un sofisticado cuaderno de imágenes de la editorial Taschen, con un texto muy básico de Paul Duncan; y la gran biografía de Patrick McGilligan (Alfred Hitchcock: a Life in Darkness and Light). Además, en el 2004 apareció Hitchcock Style, de Jean-Pierre Dufreigne, novelista y crítico cinematográfico de L’Express, tomo que en cuanto a las imágenes tiene gran deuda con aquella exposición Hitchcock and Art: Fatal Coincidences, a la que se hizo referencia líneas arriba.

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¿Cómo se ve a Hitchcock desde este otro siglo? Debió ser inquietante para quienes visitaron esos museos de Canadá y Francia encontrarse de frente, puesto como instalación, con ese juego infantil lleno de cuervos de Los pájaros, y escuchar los aleteos y graznidos generados electrónicamente por Remi Gassman y Oskar Sala y que fueron el soundtrack casi único de la película; o descubrir en las vitrinas (sobre bases forradas de rojo satín) a la muñeca sangrienta de Stage Fright (Pánico en la escena, 1950), el vaso de leche iluminado de Suspicion (La sospecha, 1941), la cámara con el gran zoom del voyeur de La ventana indiscreta, la colección de tazas y las llaves de Notorious (Encadenados, 1946), y la corbata asesina de Frenzy (Frenesí, 1972); o tener acceso al cuarto completo del motel Bates de Psycho (Psicosis, 1960), con una vista especial de la regadera en la que muere asesinada Marion Crane (Janet Leigh), con el chillante rasgueo de violines compuesto por Bernard Hermann.
Una sala tenía al centro a la “Venus restaurada” (1936) de Man Ray, y en los alrededores se exhibían en monitores de pantalla alargada los rostros móviles de las rubias Hitchcock, sobre todo Grace Kelly, Kim Novak y Tippi Hedren, que son como reencarnaciones de un mismo ideal (aunque también habría que pensar en Ingrid Bergman, Vera Miles y Eve Marie-Saint). Y que tendrían su contraparte, en cuanto a los actores, en Gregory Peck, Cary Grant y James Stewart. El guionista Evan Hunter, que colaboró con el director en película y media (entre el morboso y penosísimo affaire Hedren, de Los pájaros a Marnie, de la que fue borrado el crédito de Hunter), cuenta en el libro Me and Hitch (1997) que cuando ambos se sentaron a pensar en la adaptación de un relato de Daphne du Maurier acerca de un ataque de aves, el director solía referirse a la heroína como una Grace Kelly (aunque sabía que en esos momentos era imposible contar con la actriz) y cuando pensaba en el rol masculino venía a su mente el rostro de Cary Grant.
Para su fortuna el esquema se salió de su control en Vértigo, mediante la siguiente serie de sucesos inesperados: Hitchcock hubiera querido filmar esa película con Grace Kelly, que se casó con el príncipe Rainiero de Mónaco y dejó a Hollywood; luego descubrió a Vera Miles (su nueva Grace), para quien fue diseñado un vestuario que luego tendría que usar (ante el embarazo de Miles) Kim Novak. En la trama hay también sustituciones: Gavin Elster contrata (disfraza, transforma) a una empleada de tiendas departamentales, Judy Barton (Kim Novak), para que actúe ante el detective retirado Scottie Ferguson como si fuera Madeleine Elster, su esposa. De este modo fabrica a un testigo y simula como suicidio el asesinato de Madeleine. La incomodidad de Novak al vestirse con la ropa diseñada para Vera Miles, es entonces similar al malestar de Judy al ser convertida, primero por Gavin y luego por Scottie, en Madeleine: dos Pigmaliones y una sola Galatea.

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Las figuras son recurrentes y los esquemas varían poco. En gran parte de la filmografía de Hitchcock, el orden se estremece ante la amenaza del caos. Pero el retorno a la normalidad no es menos inquietante, ya que en el proceso se han descubierto pulsaciones profundas que parecen revelar una existencia quizá tan válida como ese equilibrio ahora hueco al que se pretende regresar. Para Donald Spoto, Hitchcock veía al mundo como un lugar donde la inocencia y la culpabilidad se hallan confundidas. Dos momentos: la imagen final en Vértigo es la de un hombre que se asoma al vacío, como si observara (como si ya pudiera hacerlo, una vez que fue curado de la acrofobia) sus abismos interiores; y el patético Norman Bates de Psicosis es vencido por el recuerdo de la madre, cuyo espíritu se apodera de él, es decir: el pasado lo derrota.
Hitchcock confiaba que gran parte de su obra sobreviviría a su tiempo, que no creaba simples entretenimientos de temporada sino que sus películas tendrían la oportunidad de volver a ser exhibidas en el futuro. En sus conversaciones con Truffaut, dice lo siguiente al director francés: “Se trata siempre de rellenar la tapicería y, a menudo, la gente dice que necesita ver el filme varias veces para observar el conjunto de los detalles. La mayor parte de las cosas que introducimos en una película se pierden realmente, pero, sea como sea, trabajan a su favor cuando vuelve a distribuirse varios años después; nos damos cuenta de que sigue siendo sólido y que no ha pasado de moda”.
Lo actual, en tal caso, es lo que tiende a pasar de moda. Cuando nos cansemos de la clonación digital y los paisajes virtuales, cuando las cintas no sean ya armadas por los equipos de efectos especiales... habrá, entonces, que volver a Hitchcock y al trabajo de apropiación que hacía, junto a sus guionistas, de historias (cuentos y novelas) muchas veces mediocres. Con el guión ya listo en la cabeza, con la cinta proyectada en su mente cuadro por cuadro, Hitchcock, maestro de la técnica cinematográfica, resolvía con eficacia el trabajo de la filmación, que era para él la parte menos entusiasmante del proceso. Recuerda Teresa Wright que cuando asistió a la premier de Shadow of a Doubt (La sombra de una duda, 1943), pensó que ya había visto la película pues meses atrás, antes de meterse a los foros, Hitchcock se la había contado al detalle con los elementos que tenía a la mano en el escritorio.
Sus soluciones técnicas solían ser simples. Por ejemplo: al final de Los pájaros, los actores debían encaminarse a la puerta y enfrentarse al paisaje tenebroso de las aves, dueñas ya de Bodega Bay. La cámara capta a los protagonistas de frente, como avanzando hacia la puerta: Rod Taylor simula que toma el picaporte, y abre una puerta inexistente, pero el espectador cree que hay una puerta porque los rostros se iluminan por la luz exterior. El truco es sencillo pero efectivo. Pocos se dan cuenta de que han sido engañados, que han sentido de esa manera tal vez tramposa, pero clara y simple (insisto), como si la cámara traspasara esa puerta para dejar ver a los espectadores a quienes se encaminan con miedo a enfrentarse con el destino. Un movimiento corporal y un juego de luces son suficientes.
He ahí al maestro en pleno dominio de sus instrumentos. El “estilo Hitchcock” es, así, una vía franca hacia la profundidad.

viernes, junio 24, 2005

Una estética del sospechosismo

Ya Carlos Monsiváis ha realizado una primera aproximación teórica al sospechosismo al rastrear su base literaria, que es un libro publicado en los años cincuenta con el título El sospechosismo, un peso sobre la conciencia libre (Voladero Editores, 1952). El autor es, sigo la misma fuente, Emilio Sospecho, hijo de un asturiano de Piedras Negras y una criolla de Guadalajara, que nació en Celaya en 1910 y murió en 1960 en la capital de la República.
Lo que Monsiváis acaso ignora es que las primeras notas de esa obra hoy célebre fueron escritas a partir de una experiencia cinematográfica, es decir luego de que este personaje asistió a un maratón de la RKO en el cine Pathé, de la calle Luis Moya, y se asombrara ante la última cinta de la jornada: Suspicion (La sospecha, 1941), de Alfred Hitchcock, en la que actúan Joan Fontaine (como Lina McLaidlaw) y Cary Grant (Johnnie Aysgarth).
Cuentan sus contemporáneos que por esos días Emilio Sospecho convirtió en rezo algo que partía de su apellido y se volvió, más tarde, un neologismo. “Sospecho, sospecha, suspicion; Sopecho, sospecha, suspicion...”
Los primeros esbozos de ese trabajo, resguardados en una editorial independiente que no ha conseguido los fondos necesarios para elaborar un facsimilar acorde con la importancia de la obra, pueden consultarse en el cuaderno virtual http://emiliosospecho.blogspot.com. Ahí se muestra cómo el tratado no se perfilaba inicialmente hacia el análisis político; por la trama de la película, tomaba el espacio matrimonial como objeto de estudio.
La anotación inicial, del 8 de febrero de 1945, llega más bien a lo que podría ser entendido como una fórmula: “Antes incluso de ser presentados, Johnnie le pide dinero a Lina: él es franco, muestra ahí su costumbre de vivir de las mujeres, se muestra... Lina cree que la situación es un pretexto para el acercamiento. No hay sospecha alguna, sólo fascinación. En retrospectiva, pudo haber analizado las circunstancias de ese primer encuentro. Los actos posteriores de Johnnie confirman que hay algo extraño en él. Luego entonces: confianza, duda, alejamiento, sospecha...”
Nuestro autor estaba a un balbuceo de ese concepto clave, y que por sus raíces paternas parecía condenado a descubrir. Por cierto, Monsiváis también olvida el apellido materno de Emilio Sospecho que es, curiosamente, Quesada (o Quezada: aparece con “ese” en el acta de nacimiento y con “zeta” en el registro de la parroquia, nos dice su hija Marthita).
De la confianza se pasa a la duda, de la duda al alejamiento y la sospecha. Esta última se vuelve crónica, una sospecha sostenida. El personaje interpretado por Cary Grant debe darse cuenta que su mujer no confía en él, mas no se le ve perturbado. Y ella cree que cada acto que realiza su marido la sumirá en alguna desgracia nueva. No puede obviarse el hecho de que la economía del hombre no es muy estable, y que su cartera depende (sin considerar la renta de la esposa) de préstamos de los amigos, un empleo al que ya no asiste y de cómo le vaya en las carreras de caballos, vicio que en casa afirma haber abandonado. Las mayores angustias de Lina surgen cuando descubre que Johnnie contrató un seguro donde se especifica que si alguno de los cónyuges faltara, el otro cobraría una cantidad muy alta. Como Johnnie tiene deudas, Lina sospecha que intentará asesinarla, y teme aun del vaso de leche que él le ofrece por considerarlo arma homicida... “Ella tiene miedo, teme a su marido, porque no sabe exactamente quién es y qué busca: la sospecha surge de la ignoracia de lo que hace el otro”, escribe Emilio Sospecho el 12 de febrero de ese mismo año de 1945.
No es arduo imaginar la actitud extática del futuro autor de ese tratado singular ante esas imágenes delirantes que aparecían en la pantalla del cine Pathé. No lo distraían los gritos del respetable, que a veces tomaban partido por la galana y otras por el galán. Pudo haber imaginado en ese momento a un Cary Grant aturdido que se acerca a Joan Fontaine y le dice: “Basta de sospechosismo”, pero el concepto aún no nacía.
La historia se cuenta desde el punto de vista de Lina. Es ella quien observa y juzga, llega a conclusiones atemorizantes y construye una incertidumbre que la encamina al daño, un daño tal vez irreparable. Él lleva una vida despreocupada, ajeno a las angustias de Lina. Pero el espectador sigue a la dama, comparte sus percepciones, ese miedo que es también deseo.
La cinta da un último giro que por abrupto se torna ambiguo, y que no agradó a muchos críticos. Hay, o parece haber, un final feliz obligado. Se acusaría a Lina de sospechosista, porque sus vacilaciones quizá tenían una base real pero se alimentaban tal vez de la exageración. Era difícil convencer al público de que Cary Grant sea el malo de la película, por lo que Hitchcock optó por un cierre que por artificial puede considerarse abierto, pues deja al espectador en la posibilidad de decidir. Leo en los cuadernos de Emilio: “Lina no tiene bases para sentirse dichosa: muy probablemente vive con un miserable, a lo mejor sus sospechas son fundadas”.
Gracias a Hitchcock, Emilio Sospecho encontró en el sospechosismo un ingreso franco a los terrenos de la duda.
Últimas tardes con Teresa

El domingo 6 de marzo murió Teresa Wright (1918-2005), que interpretó a la joven Charlie en La sombra de una duda (The Shadow of a Doubt, 1943), de Alfred Hitchcock... La prensa de espectáculos suele tener una memoria de corto plazo, y quizá por ello se deja sorprender por lo que cada semana productores y distribuidores presentan como nuevo y no lo es en tanto mera repetición de fórmulas, en la gris inercia de una “fábrica de entretenimiento” con dominio de trasnacional. Si hubiera la costumbre de ir hacia atrás, de revisar la historia cinematográfica (lo que no es difícil ahora que muchos filmes están a la mano en formato DVD), acaso el fallecimiento de la actriz habría merecido, por ejemplo, algo más que un cable apresurado que remitía su aura a los años cuarenta del siglo XX, es decir a la prehistoria.
Pero la prehistoria aún puede inquietarnos. Muriel Teresa Wright nació en Nueva York el 27 de noviembre de 1918. Podría decirse que resolvió su vida y su carrera gracias a los escritores. Se casó con dos de ellos, uno el novelista Nivel Busch y otro el dramaturgo Robert Smith. Y su debut en la pantalla fue en una cinta de William Wyler realizada a partir de una pieza teatral de Lillian Hellman, película que se conoce en español como La loba pero que debía llamarse Las pequeñas zorras por su título original: The Little Foxes (1941). Luego participó en La sombra de una duda, en la que Hitchcock contó con el apoyo como guionista de Thornton Wilder, el futuro autor de la novela Los idus de marzo (1948), y de cuya colaboración (entre narrador y director) resultó un libreto cinematográfico impecable. Fue tal el aprecio de Hitchcock por el encuentro con Wilder que en los créditos aparece dos veces, la segunda como “agradecimiento especial”.
Tanto en La loba (que debían ser zorras) como en La sombra de una duda, tiene Teresa Wright un papel similar: la muchacha inocente a quien de pronto le es revelada la parte oscura del mundo. En el primer filme interpreta a Alexandra Giddens, hija única del matrimonio por conveniencia entre Horace Giddens (Herbert Marshall) y Regina Hubbard (Bette Davis), y es el retrato de una familia sureña en ascenso económico en cuyo interior se mueven dos actitudes contrapuestas: una, la que representa el padre, de buscar el progreso común, suyo y del pueblo; y la otra, encarnada por la madre y su parentela, de pisotear a quien se deje para construir un imperio económico, la conquista de la felicidad propia a través de la infelicidad general, como “pequeñas zorras” que irrumpen en el viñedo y lo destruyen, según la referencia bíblica.
El final es ambiguo pues aunque Regina deja morir a su marido y logra, entre tanto, aventajar en un negocio a sus hermanos, a quienes convertirá en empleados, la hija Alexandra presencia esta maniobra y abandona la casa para luchar contra esa casta de líderes corruptores, para quienes incluso el crimen es una estrategia comercial. En la última escena, la madre observa desde la ventana y se sumerge en una oscuridad que podría calificarse como “social”, porque se extiende a toda la nación: las pequeñas zorras tomarán el mando.
Por otro lado, el ejercicio de Hitchcock partió de un plan algo perverso: llevar el “mal” a un pacífico pueblito californiano, Santa Rosa, y a una típica familia norteamericana. Contaba Teresa Wright que cuando en junio de 1942 visitó al cineasta británico, éste ya visualizaba entera la película (“como si tuviera una pequeña sala de proyecciones en su cabeza”) y se la refirió con los elementos que tenía a la mano en el escritorio. Al asistir al estreno, se dijo: “Esto ya lo había visto yo antes”, pues se remitía a esa versión hablada.
El juego básico de la trama es la existencia de dos personajes con el mismo nombre: el tío Charlie Oakley (Joseph Cotten) y la sobrina Charlie Newton (Teresa Wright). Uno es el “asesino de las viudas”, que visita Santa Rosa entre otras cosas porque la policía lo investiga y persigue, aunque no hay aún suficientes pruebas que lo inculpen. La otra es una muchacha con inquietudes, que en la rutina se siente asfixiada y espera que pronto ocurran cambios en su vida.
Charlie Newton cree en el tío como su alma gemela. Ella le dice esto que enseguida se transcribe, y que en él provoca gran inquietud: “Estoy contenta de que mi madre me haya puesto tu nombre y crea que nos parecemos. No somos simplemente un tío y su sobrina, somos algo más. Te conozco. Sé que no le cuentas a la gente muchas cosas, y yo tampoco. Tengo la sensación de que dentro de ti, en algún lugar, hay algo que nadie sabe, algo secreto y maravilloso. Yo lo descubriré. Somos casi mellizos, ¿no lo ves? Debemos saber”.
Probablemente Teresa Wright fue seleccionada para ese papel por recomendación de Thornton Wilder, que la conoció en Broadway como actriz sustituta de Dorothy McGuire en la puesta de una obra suya: Nuestra ciudad (Our Town, 1938). Uno en los diálogos, otra en la actuación, supieron dar a la cinta ese toque provinciano, dulzón, que contrasta con la dureza y energía de Cotten y la habitual malicia hitchcockiana.
Antes de sepultar a Teresa Wright como “una de las grandes actrices del cine estadounidense de los años 40”, habría que verla otra vez por lo menos en esos dos momentos: sorprendida por el nacimiento de una nación de pequeñas zorras, o atemorizada por las sombras que se crean en el rostro que mira en el espejo.
Calasso y la revuelta del Yo

No siempre se accede a una obra por la puerta principal. A veces ocurre que se ingresa a ella por el patio o por la ventana trasera, como le sucederá a quien se tope en librerías con La locura que viene de las ninfas y otros ensayos (Sexto Piso, México, 2004), del escritor italiano Roberto Calasso (Florencia, 1941), y lea ahí unas curiosas notas sobre Rear Window, la cinta que Alfred Hitchcock estrenó en 1954, y cuya traducción literal del título es precisamente La ventana de atrás (pero conocida en España y Latinoamérica como La ventana indiscreta).
Hasta donde entiendo Calasso, que por estos días visitará México, no ha ejercido como crítico cinematográfico. Ignoro si explora en otros libros esa faceta, mas tiene un volumen casi gemelo, en cuanto al nombre, de otra película de Hitchcock: Los cuarenta y nueve escalones (1991). El filme del cineasta británico cuenta en la cifra con diez tantos menos (The 39 steps), por lo que el ascenso (o descenso) puede ser acaso menos fatigoso.
En ese texto incluido en La locura que viene de las ninfas propone Calasso una “lectura vedántica” de La ventana indiscreta, lo que podría sonar extravagante pero no lo es tanto. En la pantalla se confronta a dos personajes: un fotógrafo (L.B. Jeffries) que guarda descanso forzoso con una pierna enyesada, luego de haberse arriesgado en una carrera de automóviles por estar cerca de la acción, y su vecino de enfrente (Lars Thorwald), viajante de comercio, que asesina a la esposa enferma e irritable para seguir sus amores con otra dama (es de esperar) de mejor salud y humor. Según Calasso, esas dos figuras son complementarias: uno, el fotógrafo, es el atman, el Sí; y el otro, el viajante, es el aham, el Yo. ¿Por qué el Yo tiene que ser el asesino?, se pregunta Calasso. Y esto responde: “La relación entre atman y aham corresponde a aquélla entre el brahmán que vigila, silencioso e inmóvil, el sacrificio y el oficiante que lo realiza”.
Sigue: “La relación entre atman y aham es tortuosa, en cualquier momento se puede voltear. El atman es un ojo soberano, invisible, pero obligado a la inmovilidad de la contemplación. La angustia de Arjuna en el Bhagavadgita sobreviene cuando el atman es llamado a actuar: pero esto en una perspectiva sacrificial donde atman y aham pueden al final encontrar un delicado, riesgoso pacto”.
La palabra “pacto” remite aquí, además, a Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), también llamada por estas latitudes Pacto siniestro, y en donde hay la propuesta por parte de uno de los protagonistas de realizar un intercambio de asesinatos, y se da esta combinatoria entre uno que comete el crimen (Bruno Anthony) y el otro que observa y, de algún modo, alienta la acción (Guy Haines). Una dinámica similar aparece en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943), con el tío Charlie (el asesino de las viudas) y la sobrina Charlie... Pero Calasso se limita a La ventana indiscreta.
Leo: “En la perspectiva profana, donde el sacrificio se ha vuelto asesinato, atman y aham no pueden más que ser siempre potencias antagónicas, hasta la muerte. Así, el viajante podrá tratar de golpear al Espectador escondido llegándole por la espalda (como entrando en la sala cinematográfica cuando el espectáculo ya ha comenzado). Y podrá tratar de matarlo, porque de cualquier modo atman y aham conviven en el mismo cuerpo. El intento de asesinato del fotógrafo, realizado por el viajante, es ante todo un intento de suicidio. Y el fotógrafo logra defenderse sólo deslumbrando con el flash al viajante: como el Sí trata de paralizar con su luz interna la revuelta del Yo, que golpea desde atrás y desde la oscuridad”.
Con estas herramientas del atman y el aham podría uno revisar Vertigo (De entre los muertos, 1958), Psicosis (Psycho, 1960) y, por supuesto, Marnie, la ladrona (Marnie, 1964), porque se llega a un centro de la filmografía de Hitchcock (el de la ruda convivencia del bien y el mal, el orden amenazado por el caos), pero el punto aquí no es ir hacia el cineasta sino entender a Calasso a partir de este asomo suyo a la ventana trasera, y para el ensayista florentino es común —al parecer— acudir a la mitología para observar con nuevos ojos el presente, y revelarlo como continuum: es decir, el hoy es un ayer disfrazado de actualidad. Sólo desprendiéndole la careta (porque el fotógrafo es un atman y el viajante un aham) podremos verlo tal cual es.
Le divierte a Calasso el que esa lectura vedántica de La ventana indiscreta equivalga a mirar una película de Mizoguchi a través de Plotino, pero tal es el modus operandi usual en este autor. “¿Por qué no, después de todo? ¿Qué otra cosa hacer si la psicología y el psicoanálisis occidentales son tan rudimentarios e inadecuados respecto a Hitchcock?”
Respecto a Hitchcock, podría decirse, y al mismo Calasso, que a este asunto de la necesidad de los contrarios dedica su primera novela, L’impuro folle (El loco impuro, 1974), donde sigue las vicisitudes de dos grandes familias sajonas, afines y enemigas: los Schreber y los Flechsig, y en la que emerge el Dios Dual: Ormuz y Arimán.
Resultará entonces que la ventana trasera, por la que observan L.B. Jeffries y Roberto Calasso, se abre “a lo que perennemente está detrás del mundo”: el escenario de la mente.
Con “M” de Mónaco

Otra de las agonías del primer semestre del 2005 fue la del príncipe Rainiero III de Mónaco, quien murió el miércoles 6 de abril a los 81 años y recibirá las honras fúnebres esta semana. Algunos lo recuerdan como el hombre que despojó al director cinematográfico Alfred Hitchcock de su musa principal: Grace Kelly. La actriz desconocía acaso “la maldición de los Grimaldi”, que presagia desdicha sobre desdicha en el ámbito marital, y entre las trampas ficticias que le tendía Hitchcock y esa trampa del príncipe azul que le tendió Mónaco, optó por la segunda.
En la pantalla, curiosamente, se atisba lo que habría de suceder, tanto la conversión de esta dama de Filadelfia al esplendor real como su muerte en un accidente automovilístico cuando lidiaba con los sinuosos caminos de la Riviera francesa, tal y como se aprecia en dos momentos de Para atrapar al ladrón (To Catch a Thief, 1955), la tercera cinta de Grace Kelly con el “mago del suspenso”. Primero, ella y Cary Grant recorren los jardines de una mansión y Grace comenta al paso: “Los castillos son para la realeza, mi madre y yo sólo somos dos mujeres comunes con una cuenta en el banco”. En la siguiente escena, Grace conduce a exceso de velocidad un auto descapotable por la costa sur francesa y para espanto de Grant, que va en el asiento del copiloto, a cada curva el coche parece irse al precipicio.
Según el guionista John Michael Hayes, durante la filmación de Para atrapar al ladrón le preguntó Grace Kelly: “¿De quién serán todos estos jardines?”, y él respondió: “Del príncipe Grimaldi”. Esto en 1954. Al año siguiente recibió Grace la invitación de participar en el Festival de Cannes, en donde conoció a un Rainiero Louis Henri Maxence Bertrand de Grimaldi urgido de esposa, pues le preocupaba que sin descendencia a su muerte el principado de Mónaco sería anexado a Francia y a su sistema tributario... lo que no va a ocurrir, pues ya gobierna el príncipe Alberto.
La boda truncó los planes que tenía Hitchcock para la actriz. La dirigió, primero, en Con “M” de muerte (Dial “M” for Murder, 1954), exhibida entonces en tercera dimensión y que puede ser valorada, entre otras cosas, porque contiene un sorprendente estudio de vestuario para Grace Kelly: conforme avanza la historia los colores van representando el estado de ánimo del personaje, una mujer cuyo marido la manda asesinar y luego, ante el acto fallido, busca incriminarla. Ha de haber sido extraordinario ver en 3D las manos de Grace Kelly salirse de la pantalla en el intento del atacante por estrangularla, cuando encuentra ella unas tijeras que usa en defensa propia.
A esta cinta le siguió La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), uno de los filmes mayores de Hitchcock por la puesta en escena (con el set más caro construido hasta entonces) y la profundidad de la reflexión en torno al fenómeno cinematográfico, ese ojo de la cerradura desde donde observamos la vida de los otros. El espectador como voyeur mira aquí fascinado a una modelo neoyorquina que pasea sus encantos en torno a un fotógrafo aventurero que descree de las relaciones a largo plazo (conflicto inspirado en el romance de Ingrid Bergman y Robert Capa). El ejercicio de espionaje de un vecino, que suponen ha descuartizado a su esposa, los lleva a acercarse.
En este punto Hitchcock no sentía haber agotado la presencia de Grace Kelly, y planeó una cinta más como divertimento y también como exaltación de su gran hallazgo femenino, que fue Para atrapar al ladrón, en cuyos diálogos el doble sentido como referencia sexual es constante, como cuando ella y Cary Grant se preparan para ver desde el balcón un espectáculo pirotécnico, y dice Grace: “Si quiere ver realmente los fuegos artificiales, es mejor con la luz apagada. Tengo la sensación de que esta noche va a presenciar usted uno de los más fascinantes espectáculos de la Riviera”. Con su escotada bata sin tirantes, se acerca más al hombre y aclara: “Me refiero a los fuegos artificiales, por supuesto”.
El cuarto filme de Grace Kelly con Hitchcock hubiera sido Marnie, pero... El cineasta lamentó el encuentro de la actriz con Rainiero y la renuncia a la pantalla, y varias veces buscó infructuosamente su regreso. La habría querido como Marnie Edgar por un deseo un tanto perverso: pensaba Hitchcock que el momento central de la película, su razón de ser, era cuando el marido en la luna de miel desnuda a la esposa frígida (compulsiva ladrona de señores) y la obliga a aceptarlo sexualmente... Y para llevar a cabo esa posesión simbólica tuvo que fabricar una nueva Grace, que se llamó Tippi Hedren, en el largometraje Marnie, de 1964.
La nostalgia de Hitchcock por Grace Kelly está en otras cintas, sobre todo en Vértigo (1958), construida a partir de un juego de sustituciones —la empleada de una tienda departamental contratada para actuar como si fuera la esposa de un hombre y fingir su suicidio—, y que se planeó con Vera Miles, que al empezar el rodaje anunció su embarazo, y se realizó luego con Kim Novak, incomodísima en el disfraz de rubia Hitchcock, una Grace Kelly sin aires de realeza, aunque de eso trata la historia: de una mujer metida en las ropas de otra.
Murió, pues, Rainiero III, el viudo de Grace de Mónaco... y para reafirmar la terrible maldición Grimaldi, a la vez el marido de la princesa Carolina entró en un coma tan profundo como los crepúsculos familiares.
El cine psicótico

Es sorprendente la poca imaginación que muestra Hollywood en su oferta cinematográfica, sobre todo si se piensa en una industria poderosa que realiza inversiones millonarias en pagos a directores, guionistas, cinefotógrafos, actores, publicistas... que buscan acaso realizar su mejor esfuerzo. Quizá la clave está en la palabra “industria”: se trata no de presentar una obra artística (una historia original contada de la mejor manera) sino un producto que cumpla una función en el mercado, con una corrida exitosa en las salas o con buena venta en sus versiones en video o DVD, y por ello se acude a fórmulas que ya han funcionado.
Se diría que los productores creen estar armando montañas rusas, y varían poco los trazos pero mantienen el recorrido en su esencia (con banderitas de barras y estrellas aquí y allá, puestas como al descuido), pues se han dado cuenta que la gente gusta de subirse a esas construcciones mecánicas y no se exige sino un poco de más emoción: se perfeccionan los efectos de sonido o los trucajes computarizados y se amplían las pantallas.
Del otro lado están los espectadores, que parecen no cansarse ante lo previsible y acuden como somnolientos a ver lo que ya han visto antes con otros protagonistas, por la vía directa del remake o una leve variación. Es decir, a Hollywood no le importa repetirse; y a quienes van a los complejos cinematográficos tampoco les molesta que esto así ocurra. Lo rutinario tiene un efecto tranquilizador; se acude al cine sólo para pasar el rato. Sin embargo, cada cinta es presentada como si fuera “otra cosa”, un paso adelante.
Incluso cuando Hollywood se renueva lo hace para convertir lo nuevo en algo ya conocido: si un joven director en un principio sobresale, para su segundo o tercer filme será otro más de sus obedientes artesanos. Se trata, según el viejo precepto gatopardista, de que todo cambie para que todo siga igual. De ahí la estrategia de inmovilizar lo que podría ser “arte” y que de ese modo (al trabajar con esquemas probados, a la caza de consumidores y no de espectadores) ya no lo es. Técnicamente se tiene “lo mejor” como para convertir metáforas escritas en grandes secuencias de imágenes; podría llegarse a extremos que la imaginación nunca pensó alcanzar... Mas no se trata de eso. Habrá que insistir: a Hollywood no le interesa el cine como “séptimo arte”, ni lo que ahí se realiza puede ser apreciado de esa manera.
Hace poco el pasmoso George W. Bush sugirió que en ese condado de California se encontraba el corazón de los Estados Unidos, pero debería pensarse en su industria cinematográfica como una fuerza de ataque tan o más efectiva como la militar, con misiles que van de país en país sin que se oponga, prácticamente, resistencia. Esos misiles pueden incluir mensajes degradantes para otras naciones, por ejemplo, y nada ocurre, porque el rostro que lo acompaña es atractivo: George Clooney o Julia Roberts, Uma Thurman o Brad Pitt. La sonrisa esconde el puñetazo, la agresión.
Un poco al azar, tómese una cinta como Mente siniestra (Hide and Seek, 2005), por estos días en la cartelera, en la que actúan Robert De Niro y la extraordinaria jovencita Dakota Fanning. Despójese al largometraje del enigma publicitario, y se revelará otra película de psicóticos, un enésimo Norman Bates con graves conflictos de personalidad: el padre de familia vencido por el fantasmal Charlie, que es su alter ego, su otro yo. Hasta el cuarto de baño tiene presencia, según el modelo hitchcockiano.
Podría pensarse que productores, guionistas y director se reunieron para planear un estreno más de temporada, y se hicieron la siguiente pregunta: ¿cómo filmar otra vez Psicosis (Psycho, 1960)?, ¿qué variaciones podrían intentarse? Uno de ellos propuso desviar la atención del espectador: enfocar el misterio en la hija, en una menor, como si de ella viniera el mal, y descubrir luego que.... “Perfecto”, diría uno de los inversionistas. Otro recordó el viejo truco de los vecinos en conflicto, también como táctica distractiva. “Genial”, celebró el socio capitalista, atento no a la redondez de la trama sino del negocio. Cambiaron la regadera por una tina; a la madre posesiva por una esposa infiel... Para cuando el espectador ya no tuviera dudas sobre la personalidad torcida del personaje interpretado por De Niro, se creó una frase ingeniosa que revela su locura; es cuando le dice a Dakota: “Siento que nuestras relaciones se están poniendo un poco tensas”, con un pie en la farsa.
Es patético ver a Robert De Niro en algo como esto, y también es lamentable que Dakota Fanning sólo pueda mostrar en filmes de este tipo su gran capacidad histriónica, pero una cinta como Mente siniestra (también de título siniestro en español, pero es lo que los distribuidores consideran atractivo para un país con un bajo nivel cultural) es un reflejo claro de Hollywood, de cómo funciona su maquinaria: sus inercias, su pobreza creativa, su desprecio a lo sensible, sus trampas... La industria está condenada a repetirse, y nosotros estamos condenados a seguir fielmente, estreno a estreno, semana a semana, sus insultantes ficciones empresariales.
Decía Aristóteles que donde hay mucho ingenio hay poca riqueza, y al revés: que la gran riqueza va normalmente acompañada de un ingenio parco. Así es la imaginación del poderoso Hollywood: pobre, muy pobre.
El joven Hitchcock

Tiende a verse la etapa silente como la “infancia” del cine, y se le acusa de inocencia, como si el desarrollo técnico posterior garantizara profundidad... cuando series como Star Wars desmienten esa idea de evolución, e incluso se podría hablar de retroceso, pues se ha convertido al medio cinematográfico en un mero fabricante de espectáculos de feria, entretenimientos vacíos.
Las películas mudas de Alfred Hitchcock (1899-1980), por ejemplo, rechazan tal impresión de ingenuidad: son cintas en donde la historia atrapa destinos complejos. Y todo contado de una forma igualmente diversa. La cámara está siempre a la búsqueda de perspectivas singulares o esclarecedoras, puntos de vista significativos: no la toma directa sino el reflejo en el agua o en el espejo, o lo que se mira desde una ventana. Hitchcock, además, hace de los objetos hilos conductores: el monóculo del juez o la botella en Inmoralidad; el brazalete y el anillo en El ring, que cumplen funciones metafóricas similares a unas esposas que el policía impone en broma a su prometida en The Lodger.
En cuanto a su primera cinta, The Pleasure Garden (El jardín de la alegría, 1925), al parecer fue más entretenida la filmación que la realización final pero le sirvió para viajar a Alemania, donde vio en ejercicio a los expresionistas. De la segunda, The Mountain Eagle (El águila de la montaña, 1926), Hitchcock prefería no acordarse, y no circula copia alguna. Y de la tercera, The Lodger (El enemigo de las rubias, 1926), solía decir que fue el primer auténtico hitchcock picture: “The Lodger es el primer filme en el que saqué provecho de lo que había aprendido en Alemania. En este filme todo mi acercamiento era realmente instintivo; fue la primera vez que ejercí mi estilo propio. De hecho, se puede considerar que The Lodger es mi primer filme”.
Sorprende que en esta cinta estén ya los elementos que desarrollará a lo largo de su carrera: el crimen, el inocente como sospechoso, el triángulo amoroso, la madre intrigosa y el padre comprensivo... Si comparamos The Lodger con Frenzy (Frenesí, 1972), uno de sus últimos largometrajes, se encontrarán argumentos muy parecidos: el enemigo de las rubias tiene su contraparte en el asesino de las corbatas; ambas historias ocurren en Londres; y gran parte de la cinta seguimos a uno que parece culpable.
Si The Lodger lo contiene todo, ¿para qué seguirlo en cincuenta películas más? El que muestre sus cartas no significa que el juego sea siempre igual. Hallará variaciones, perfeccionará o afinará ciertos atisbos, divagará, se equivocará, irá conociendo y reinventando su medio de expresión... Será una búsqueda a profundidad en cuanto a las posibilidades de un arte nuevo.
No obstante, su época muda o silente no está centrada en el crimen sino en el asunto amoroso, que en Hitchcock no es de dos sino de tres: hay un triángulo en Easy Virtue (Inmoralidad, 1927), con el pintor que se interpone entre el señor y la señora Filton; y habrá otro al final, entre Larita, John Whittakker y la madre de éste, que es, como suele ocurrir en Hitchcock, una madre posesiva. Otra cinta, The Ring (El ring, 1927), crea también un conflicto triangular entre dos boxeadores y una mujer; y la conquista se realiza a golpes; y de similar manera ocurre en The Manxman (El hombre de la isla de Man, 1929), con dos amigos y una dama en jaleo.
En Inmoralidad vemos una parte del juicio desde los ojos miopes del juez, como para mostrar con ironía que la justicia puede ser ciega o casi ciega. Con flashbacks alternados se informa al espectador de cómo ocurrieron las cosas; y los apuntes de una participante del jurado sirven como comentario y juicio anticipado. Larita Filton (interpretada por Isabel Jeans) tendrá que luchar contra ese pasado escandaloso que la señala socialmente como “inmoral”, batalla en la que no sale victoriosa. La señora Whittakker, la madre de su segundo marido, la increpa muy adusta: “En nuestro mundo no comprendemos ese código de inmoralidad”; y ella le responde: “En su mundo comprenden muy poco de cualquier cosa, señora Whittakker”.
El gran momento de la cinta es la escena culminante. Larita, destrozada, enfrenta un segundo juicio de divorcio. Un par periodistas la reconocen y al salir ella de los juzgados se corre la voz de su presencia; los fotógrafos se preparan para tomarle algunas imágenes. Ella los mira resignada y dice esta frase sorprendente: “Disparen, ya no queda nada por matar”.
Entre 1925 y 1929 el joven Hitchcock realiza diez películas. Blackmail (Chantaje, 1929) sería su onceavo largometraje silente, y así fue filmado, pero en la etapa final a los productores se les ocurrió que podría agregarse sonido, aunque el filme mantuvo su condición híbrida.
Lamentaba Hitchcock la llegada de la época sonora al cine porque entonces éste se convirtió en “fotografía de gente que habla”. Decía: “Cuando se cuenta una historia en el cine, sólo se debería recurrir al diálogo cuando es imposible hacerlo de otra forma. Yo me esfuerzo siempre en buscar primero la manera cinematográfica de contar una historia por la sucesión de los planos y de los fragmentos de película entre sí”.
Contra esa definición de “fotografía de gente que habla”, Martin Scorsese propone esta otra para describir la obra de Hitchcock: fotografía de gente que piensa. Es decir, cinematografía.
La noche que fui Norman Bates

Es la historia de una posesión durante un viaje a Quebec, hace ya tres años, en el 2002.
Hicimos (mi mujer y yo) el trayecto de Montreal a Quebec por el río Saint-Laurent. Al atardecer vimos, en lo alto y a contra luz por el sol, el gran castillo de Frontenac que corona el viejo Quebec. Mi idea del viaje suele ir relacionada con libros o películas con los que identifico un país o una ciudad. Suplo las guías de viajero por novelas, poemarios o cintas que me acercan a ese lugar. París, por ejemplo, me remite a Baudelaire, Cortázar y Juliette Binoche; en cuanto a Dublín pienso en James Joyce, por supuesto. Trieste, que no conozco, es para mí Italo Svevo. Londres es Hitchcock y los Beatles... Pero Hitchcock es también California, y, sobre todo, San Francisco, por Vértigo, una de sus cintas mayores.
A Montreal llevé la poesía reunida de Émile Nelligan, el Rimbaud de los quebequenses. Buscamos, incluso, la casa donde nació Nelligan, que tiene una placa en donde se lee un verso suyo muy conocido, que ahora cito de memoria: “Laissez-le s’en aller; cést un rêveur qui passe” (“Déjenlo ir; es un soñador que pasa”). Recordaba también la cinta Leolo (1992), de Jean-Claude Lazon, que se exhibió en alguna Muestra Internacional de Cine y donde hay continuas referencias, me parece, a la poesía de Nelligan y a su enfermedad, la locura.
Pero en Montreal encontré, sobre todo, la “Boite noire”, la “Caja negra”, una tienda de renta y venta de videos no para consumidores de cine (de los que aman Hollywood, celebran todo lo que surge de ahí, creen en los Óscares, reconocen a los actores y no les importa quién dirige) sino para verdaderos cinéfilos.
Una videoteca debía ser planeada como una biblioteca, donde uno pudiera ir al apartado de tal autor y encontrar si no la mayor parte de su obra sí sus piezas más representativas, en el formato que fuera: VHS o DVD. En las tiendas de video comunes se mantiene o no una cinta según criterios de mera rentabilidad: si una película no es muy solicitada, se va a la basura o es vendida como de segunda mano. Importa no por su calidad ni por ser de tal o cual director sino por ser viable comercialmente, por el número de rentas acumuladas. Y la clasificación por cine de acción o de misterio, comedia o drama, es realmente superficial o ridícula.
La primera letra a la que me dirigí en la “Boite noire” de Montreal fue, por supuesto, la H, no por Howard Hawks, Werner Herzog ni John Huston. Tenía tiempo coleccionando los filmes de Hitchcock y quería saber si algo extraño o difícil de conseguir se me aparecía. Me detuve en I confess (Yo confieso o Mi secreto me condena, fueron sus títulos en español, aunque ahora que se ha editado en DVD el secreto se convirtió en “pecado”: Mi pecado me condena), la cinta canadiense de Hitchcock. Estaba sólo en renta, y le pedí a los amigos que eran nuestros anfitriones la llevaran a casa.
Por lo mismo, cuando esa otra tarde hicimos el viaje en río desde Montreal y apareció ante nosotros el viejo Quebec, pensé que llegaba a una locación hitchcockiana, pues Yo confieso abre con esa misma vista filmada desde un ferry. Luego, unas flechas de tránsito con la leyenda “direction” van conduciendo a los espectadores al lugar donde se acaba de cometer el asesinato. Se ve, desde la ventana, al hombre tirado en el interior y una cortina de cuentas de madera que se sacude en la puerta por alguien que acaba de cruzarla; y sale de la casa un hombre con sotana y sombrero, que camina calle abajo. Dos adolescentes pasan por ahí de regreso al hogar (a deshoras, porque en sus tiempos libres cuidan niños), y van atrás de él.
Esta es la secuencia inicial de esa película que había filmado Hitchcock en Quebec justo cincuenta años antes de que llegáramos a la ciudad, y que por mero afán descriptivo podríamos calificar como su “padre Amaro”. Se trata de la adaptación de una obra de teatro de Paul Anthelme (seudónimo de Paul Bourde), y cuenta la historia de un cura acusado de asesinato y al que en el juicio se le descubre, además, como ex amante de una mujer casada. El libreto se titulaba Nos deux consciences (Nuestras dos conciencias), y fue publicado en París en 1902.
Debe saberse que la iglesia católica canadiense vigiló el proceso de hechura de la cinta en casi todas sus etapas, y censuró algunas escenas del producto final. Hitchcock optó por hacer dos versiones: una aprobada por la Iglesia de Canadá y que se exhibiría sólo en ese país, y otra para el resto del mundo.
Los quebequenses celebraron, en principio, que el “maestro del suspenso” tomara esta ciudad como escenario de uno de sus filmes e hicieron de esos meses de rodaje gran fiesta, pero luego del estreno rechazaron la película y le aplicaron por varias décadas lo que anunciaba el título en francés: La loi du silence, la ley del silencio, con lo que el “enlace religioso” entre Hitchcock y Quebec fue roto.
Según Donald Spoto, Alfred Hitchcock y su esposa Alma Reville llegaron a Quebec a finales de febrero de 1952 para definir locaciones. Encontraron lo que venían buscando: “una ciudad rica en tradiciones de catolicismo francés y donde abundaba la iconografía religiosa, los hábitos sacerdotales, y la imágenes de Cristo crucificado”. Y fijaron las coordenadas de la historia: el castillo de Frontenac, el edificio del Parlamento y el Tribunal de Justicia, las iglesias de San Juan Bautista y de San Serafín.
En su artículo “Hitchcock in Quebec: Code of Silence” —que aparece en el catálogo de la exposición Hitchcock and art: fatal coincidences—, Simon Beaudry narra que desde esta primera visita los Hitchcock tuvieron reuniones en la Arquidiócesis para que el guión fuera aprobado y se les permitiera hacer tomas al interior de las iglesias. Se sugirió que aceptaran al padre Paul Lacouline como parte del equipo fílmico para que éste supervisara los contenidos religiosos de la película; en los créditos aparece como consultor técnico. Hitchcock estuvo de acuerdo. El padre Lacouline convenció a la élite clerical de que ésta era una extraordinaria oportunidad para promover a la iglesia católica de la ciudad, y minimizó las turbiedades de la trama.
En los meses que siguieron el guión fue pulido y se prepararon los detalles escénicos. Montgomery Clift firmó el primero de julio para interpretar al padre Michael Logan. Anita Björk fue considerada para el papel de la mujer adúltera, pero por llevar una vida parecida a la del personaje que debía interpretar fue rechazada por el productor Jack Warner y en su lugar se escogió a Anne Baxter, de inmediato convertida en una rubia al estilo Hitchcock.
Montgomery Clift sorprendió de tres maneras a Hitchcock.
Una: En 1945 el actor había conocido, en la Gran Estación Central de Nueva York, al hermano Tomás, un joven monje que acababa de tomar los hábitos y con el que hizo gran amistad; a su llegada a Canadá, Clift buscó a su amigo y vivió con él unos días en un monasterio para que éste le enseñara a rezar el rosario y decir la misa. Obtuvo de él una forma de caminar que el actor creyó propia de los curas. Con estas armas, Montgomery Clift estaba casi listo para empezar el rodaje.
Dos: Como “actor de método”, Clift no sólo estudiaba a conciencia a sus personajes sino que requería de la constante supervisión de su maestra Mira Rostova, que viajó con él a Quebec y aprobaba, a escondidas del director o para su desesperación, las maneras y tonos del padre Logan.
Y tres: El actor tenía una dependencia más: la bebida. Luego de la filmación, y para vengarse de él, Hitchcock pidió en una fiesta que la copa de Clift siempre estuviera llena y le provocó una borrachera que a las pocas horas lo dejó tirado en el piso con un perro lamiéndole el rostro.
El 20 de agosto fue rodada la primera escena en Quebec. La película fue concluida en Hollywood en octubre de 1952.
El 13 de febrero de 1953 se llevó a cabo la premier mundial de I confess en el cine Capitol del centro de Quebec. Hitchcock no estaba contento. La Oficina de Censura Cinematográfica de la Provincia de Quebec había decidido una serie de cortes, a lo que el director sólo pudo responder: “Y bueno, tendremos una versión de Yo confieso para Quebec y otra para el resto del mundo”. Fueron nueve cortes en total, 235 pies de película, lo que en tiempo significa dos minutos con treinta segundos. Molestaron sobre todo tres momentos: primero, cuando el padre Logan sale de la corte y es empujado e injuriado; dos, cuando Anne Baxter reitera su amor al cura con un beso; y tres, cuando el padre se niega a responder a las preguntas de la policía. Se pretendía cuidar con esos cortes la imagen pública, la moralidad y los dogmas de la iglesia católica.
La película no fue un éxito ni en Quebec ni en el resto del mundo. Se esperaba algo tan espectacularmente dramático como su trabajo anterior: Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), y no una reflexión íntima sobre la transferencia de la culpa llena de guiños autobiográficos.
Eric Rohmer y Claude Chabrol escribieron en 1957 a propósito de I confess: “Aunque Hitchcock es aún católico practicante, no es un místico ni un proselitista de sí mismo. Sus trabajos son de naturaleza profana y, aunque versan frecuentemente sobre asuntos relacionados con Dios, sus protagonistas no se mueven por ansiedades propiamente religiosas”. En ello coincide Guillermo del Toro, para quien “Hitchcock no defiende en esta cinta al sacerdote católico: lo expone y nos muestra su martirio como una suerte de fetiche y un pretexto para evadir su conflicto interno”.
Y apunta Robin Wood: “Quien busque en esta película alguna reacción positiva ante la religión católica, buscará en vano”.
Más allá del juicio que se que pueda tener acerca de I confess (cuya edición en DVD nos hace ver una excelente fotografía en blanco y negro, y un diálogo impresionante de los edificios de la ciudad con la trama), ese atardecer cuando llegamos al viejo Quebec sentí la presencia del maestro; recorrí la ciudad como si se tratara de un foro del que acabara de salir Hitchcock, y cree la fantasía de que lo vería a él fugazmente, como en el cameo de la cinta (muy al comienzo), cruzando por la parte alta de una escalinata. También en Montreal me hablaron de Le confessionnal (1995), visita memoriosa del dramaturgo y cineasta Robert Lepage a 1952: el año Hitchcock para la ciudad de Quebec. En el filme, el actor Ron Burrage interpreta al cineasta británico.
Ese verano anocheció para nosotros en la ciudad. Habíamos caminado un poco a tientas y no teníamos una lista de hoteles ni una idea clara de dónde pasaríamos la noche. Acaso preguntamos en el castillo de Frontenac, que funciona como hotel (con cuya imagen abre y cierra la cinta, y donde ocurre la secuencia climática de I confess), pero el presupuesto que llevábamos no nos ajustaba.
Horas después tomamos un taxi que nos condujo a las afueras de la ciudad, y anclamos en un motel que si no hubiera sido por su situación geográfica podría jurarse que se trataba del motel Bates. Había una casa que funcionaba como oficina, con viejos sillones y aves disecadas. Y dos hileras de cuartos o cabañas que formaban una “ele”.
El interior del cuarto era deprimente. Pesado, el olor. El monitor que colgaba de una de las paredes era de otros tiempos, aunque ya a colores. A medianoche y por el cansancio no teníamos otra opción, no podíamos buscar algo mejor. Quizá el taxista nos dejó ahí porque los dueños le daban una comisión si atrapaba a turistas despistados.
Prendimos la televisión, por no dejar, por costumbre; y se exhibía, en francés, Psicosis II (Psycho II, 1983), secuela espantosa y no porque cause miedo, ya no realizada por Hitchcock sino por Richard Franklin: es una de las tres que alentó Anthony Perkins, obsesionado con el personaje. Aquí también se reinterpreta, oprobiosamente, Vera Miles. En la pantalla, desayunaba Norman Bates en compañía de una muchacha que acababa de conocer (sobrina de Marion Crane, la mujer que asesinó en el baño), y al tomar el cuchillo para embarrar mantequilla o queso a su pan empieza a temblarle la mano. Este es uno de los prólogos para que inicien los ataques.
En la secuela que vimos parcialmente en ese motel quebequense, el guión era grotesco: veintitrés años más tarde, sale Norman libre; de esto se entera Lina Crane, la hermana de Marion, que se disfraza como la mamá de Norman para cometer nuevos crímenes que acusen al pobre Norman. Pero Lila tiene una hija, que se encariña con Norman e intenta mantenerlo psicológicamente sano. Luego aparece otra mamá de Norman, pues resulta que la señora Bates no era su madre verdadera sino que lo recibió en adopción por padecer la madre original de severos trastornos mentales... Se acude a los trucos técnicos de la primera y a secuencias similares pero descontextualizadas, como parodia involuntaria. Apagamos el televisor.
Cuenta mi mujer que mi sueño fue intranquilo, que parecía como si me estuvieran haciendo daño, pues gemía e incluso llegué a gritar. Lo que recuerdo, vagamente, es que sentí o fui en el sueño Norman Bates, y que me preparaba para matar a alguien, eso era lo que me causaba dolor. No fue una noche agradable. Me inquieta, incluso, acordarme de ella. Me queda la resaca que debe tener el asesino después de una noche de actividad, como si me sintiera culpable de algo que en la mente aparece como difuso.
Por fortuna, mi mujer amaneció con vida. Y yo con las manos limpias de sangre.