sábado, junio 25, 2005

Una ventana indiscreta

La necesidad de un regreso terapéutico al pasado, los afanes de los protagonistas de sus filmes por repetir las historias personales para exorcizarlas y desprenderse de esa cárcel, es constante en la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock (1899-1980). Está, por supuesto, en Spellbound (Recuerda o Cuéntame tu vida, 1945) y en Marnie (Marnie, la ladrona, 1964), esas dos cintas psicoanalíticas; pero también en Vertigo y, de algún modo, en The Birds (Los pájaros, 1963), en la que Melanie Daniels (Tippi Hedren) termina acurrucada en los brazos de la madre simbólicamente recuperada que es Lydia Brenner (Jessica Tandy), como refugio ante el inexplicable caos ornitológico que ha inundado al mundo y del que intentan escapar.
En Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), ocurre de manera distinta: desde el espacio en el que observa a sus vecinos el protagonista tiene frente a sí un mapa de la vida: están los recién casados, la pareja madura en crisis y el matrimonio de muchos años; la soltera joven, la mujer quedada y la anciana solitaria (que esculpe en el patio trasero figuras horrorosas); está el compositor de baladas... y el fotógrafo de prensa L. B. Jeffries (James Stewart), el “mirón”, que sobrelleva con la hermosa modelo Lisa Carol Freemont (Grace Kelly) una relación en pausa perpetua, sin futuro. Se dirá que el tiempo se les viene encima, o que todos los tiempos los catapultan para confrontarlos y sacarlos de la parálisis. La terapia, en este caso, se da a partir de la contemplación de lo que podría ocurrirles, del dibujo por pantallas (en un abanico que va desde la felicidad aparente hasta el crimen real) de su destino posible.
El cine es también una “ventana indiscreta” a la que en sus mejores expresiones (no en su vertiente comercial y chabacana, a la caza no de espectadores sino de consumidores) hay que volver una y otra vez, para a través de ella mirarnos al espejo.

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El arranque del siglo XXI ha sido propicio para que el corpus hitchcockiano reaparezca. Se está ahora en una situación muy distinta a la que enfrentó en los años sesenta el exigente especialista Robin Wood, quien durante la redacción de su importante Hitchcock’s Films (El cine de Hitchcock, 1965; editado en México por Era en 1968) se encontró con que de la que consideraba como primera obra maestra del director británico, precisamente La ventana indiscreta, no había disponible en Inglaterra una sola copia para exhibición pública ni privada. Escribe: “Menciono este hecho desafortunado tanto para disculparme como para protestar. Para disculparme, porque este capítulo ha tenido que basarse necesariamente en un recuerdo de tres años y en unos cuantos apuntes hechos en el cine. Si hay inexactitudes, y si mi análisis aquí es menos particularizado, pido la indulgencia del lector por la razón expuesta”.
Hoy, Wood hallaría un panorama que acaso podría enloquecerlo; y la protesta enmudecería para dar paso a la celebración. Se tiene ya la casi totalidad de los 53 filmes de Hitchcock en DVD, muchos de ellos en versiones restauradas, abarcando desde la etapa británica (cintas mudas y sonoras), su no tan espectacular llegada a Hollywood (por la tortuosa colaboración con el productor David O. Selznick), hasta los filmes maestros y una rara decadencia que tiene acaso a Topaz (1969) como su largometraje menos lúcido. Y esto, el poder ver las cintas en casa en cualquier momento, ha propiciado una exposición sobre las relaciones de Hitchcock con el arte (que se exhibió primero en Canadá, en The Montreal Museum of Fine Arts, y luego en Francia, en el Centro Georges Pompidou de París, entre el 2000 y el 2001) y nueva bibliografía.
A los libros clásicos, como el del gran ensayista Robin Wood (no reeditado en español, me parece), o las conversaciones con François Truffaut y los tomos biográficos de Donald Spoto (considerados por algunos como tremendistas), se agregan en 2003 un sofisticado cuaderno de imágenes de la editorial Taschen, con un texto muy básico de Paul Duncan; y la gran biografía de Patrick McGilligan (Alfred Hitchcock: a Life in Darkness and Light). Además, en el 2004 apareció Hitchcock Style, de Jean-Pierre Dufreigne, novelista y crítico cinematográfico de L’Express, tomo que en cuanto a las imágenes tiene gran deuda con aquella exposición Hitchcock and Art: Fatal Coincidences, a la que se hizo referencia líneas arriba.

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¿Cómo se ve a Hitchcock desde este otro siglo? Debió ser inquietante para quienes visitaron esos museos de Canadá y Francia encontrarse de frente, puesto como instalación, con ese juego infantil lleno de cuervos de Los pájaros, y escuchar los aleteos y graznidos generados electrónicamente por Remi Gassman y Oskar Sala y que fueron el soundtrack casi único de la película; o descubrir en las vitrinas (sobre bases forradas de rojo satín) a la muñeca sangrienta de Stage Fright (Pánico en la escena, 1950), el vaso de leche iluminado de Suspicion (La sospecha, 1941), la cámara con el gran zoom del voyeur de La ventana indiscreta, la colección de tazas y las llaves de Notorious (Encadenados, 1946), y la corbata asesina de Frenzy (Frenesí, 1972); o tener acceso al cuarto completo del motel Bates de Psycho (Psicosis, 1960), con una vista especial de la regadera en la que muere asesinada Marion Crane (Janet Leigh), con el chillante rasgueo de violines compuesto por Bernard Hermann.
Una sala tenía al centro a la “Venus restaurada” (1936) de Man Ray, y en los alrededores se exhibían en monitores de pantalla alargada los rostros móviles de las rubias Hitchcock, sobre todo Grace Kelly, Kim Novak y Tippi Hedren, que son como reencarnaciones de un mismo ideal (aunque también habría que pensar en Ingrid Bergman, Vera Miles y Eve Marie-Saint). Y que tendrían su contraparte, en cuanto a los actores, en Gregory Peck, Cary Grant y James Stewart. El guionista Evan Hunter, que colaboró con el director en película y media (entre el morboso y penosísimo affaire Hedren, de Los pájaros a Marnie, de la que fue borrado el crédito de Hunter), cuenta en el libro Me and Hitch (1997) que cuando ambos se sentaron a pensar en la adaptación de un relato de Daphne du Maurier acerca de un ataque de aves, el director solía referirse a la heroína como una Grace Kelly (aunque sabía que en esos momentos era imposible contar con la actriz) y cuando pensaba en el rol masculino venía a su mente el rostro de Cary Grant.
Para su fortuna el esquema se salió de su control en Vértigo, mediante la siguiente serie de sucesos inesperados: Hitchcock hubiera querido filmar esa película con Grace Kelly, que se casó con el príncipe Rainiero de Mónaco y dejó a Hollywood; luego descubrió a Vera Miles (su nueva Grace), para quien fue diseñado un vestuario que luego tendría que usar (ante el embarazo de Miles) Kim Novak. En la trama hay también sustituciones: Gavin Elster contrata (disfraza, transforma) a una empleada de tiendas departamentales, Judy Barton (Kim Novak), para que actúe ante el detective retirado Scottie Ferguson como si fuera Madeleine Elster, su esposa. De este modo fabrica a un testigo y simula como suicidio el asesinato de Madeleine. La incomodidad de Novak al vestirse con la ropa diseñada para Vera Miles, es entonces similar al malestar de Judy al ser convertida, primero por Gavin y luego por Scottie, en Madeleine: dos Pigmaliones y una sola Galatea.

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Las figuras son recurrentes y los esquemas varían poco. En gran parte de la filmografía de Hitchcock, el orden se estremece ante la amenaza del caos. Pero el retorno a la normalidad no es menos inquietante, ya que en el proceso se han descubierto pulsaciones profundas que parecen revelar una existencia quizá tan válida como ese equilibrio ahora hueco al que se pretende regresar. Para Donald Spoto, Hitchcock veía al mundo como un lugar donde la inocencia y la culpabilidad se hallan confundidas. Dos momentos: la imagen final en Vértigo es la de un hombre que se asoma al vacío, como si observara (como si ya pudiera hacerlo, una vez que fue curado de la acrofobia) sus abismos interiores; y el patético Norman Bates de Psicosis es vencido por el recuerdo de la madre, cuyo espíritu se apodera de él, es decir: el pasado lo derrota.
Hitchcock confiaba que gran parte de su obra sobreviviría a su tiempo, que no creaba simples entretenimientos de temporada sino que sus películas tendrían la oportunidad de volver a ser exhibidas en el futuro. En sus conversaciones con Truffaut, dice lo siguiente al director francés: “Se trata siempre de rellenar la tapicería y, a menudo, la gente dice que necesita ver el filme varias veces para observar el conjunto de los detalles. La mayor parte de las cosas que introducimos en una película se pierden realmente, pero, sea como sea, trabajan a su favor cuando vuelve a distribuirse varios años después; nos damos cuenta de que sigue siendo sólido y que no ha pasado de moda”.
Lo actual, en tal caso, es lo que tiende a pasar de moda. Cuando nos cansemos de la clonación digital y los paisajes virtuales, cuando las cintas no sean ya armadas por los equipos de efectos especiales... habrá, entonces, que volver a Hitchcock y al trabajo de apropiación que hacía, junto a sus guionistas, de historias (cuentos y novelas) muchas veces mediocres. Con el guión ya listo en la cabeza, con la cinta proyectada en su mente cuadro por cuadro, Hitchcock, maestro de la técnica cinematográfica, resolvía con eficacia el trabajo de la filmación, que era para él la parte menos entusiasmante del proceso. Recuerda Teresa Wright que cuando asistió a la premier de Shadow of a Doubt (La sombra de una duda, 1943), pensó que ya había visto la película pues meses atrás, antes de meterse a los foros, Hitchcock se la había contado al detalle con los elementos que tenía a la mano en el escritorio.
Sus soluciones técnicas solían ser simples. Por ejemplo: al final de Los pájaros, los actores debían encaminarse a la puerta y enfrentarse al paisaje tenebroso de las aves, dueñas ya de Bodega Bay. La cámara capta a los protagonistas de frente, como avanzando hacia la puerta: Rod Taylor simula que toma el picaporte, y abre una puerta inexistente, pero el espectador cree que hay una puerta porque los rostros se iluminan por la luz exterior. El truco es sencillo pero efectivo. Pocos se dan cuenta de que han sido engañados, que han sentido de esa manera tal vez tramposa, pero clara y simple (insisto), como si la cámara traspasara esa puerta para dejar ver a los espectadores a quienes se encaminan con miedo a enfrentarse con el destino. Un movimiento corporal y un juego de luces son suficientes.
He ahí al maestro en pleno dominio de sus instrumentos. El “estilo Hitchcock” es, así, una vía franca hacia la profundidad.

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