La noche que fui Norman Bates
Es la historia de una posesión durante un viaje a Quebec, hace ya tres años, en el 2002.
Hicimos (mi mujer y yo) el trayecto de Montreal a Quebec por el río Saint-Laurent. Al atardecer vimos, en lo alto y a contra luz por el sol, el gran castillo de Frontenac que corona el viejo Quebec. Mi idea del viaje suele ir relacionada con libros o películas con los que identifico un país o una ciudad. Suplo las guías de viajero por novelas, poemarios o cintas que me acercan a ese lugar. París, por ejemplo, me remite a Baudelaire, Cortázar y Juliette Binoche; en cuanto a Dublín pienso en James Joyce, por supuesto. Trieste, que no conozco, es para mí Italo Svevo. Londres es Hitchcock y los Beatles... Pero Hitchcock es también California, y, sobre todo, San Francisco, por Vértigo, una de sus cintas mayores.
A Montreal llevé la poesía reunida de Émile Nelligan, el Rimbaud de los quebequenses. Buscamos, incluso, la casa donde nació Nelligan, que tiene una placa en donde se lee un verso suyo muy conocido, que ahora cito de memoria: “Laissez-le s’en aller; cést un rêveur qui passe” (“Déjenlo ir; es un soñador que pasa”). Recordaba también la cinta Leolo (1992), de Jean-Claude Lazon, que se exhibió en alguna Muestra Internacional de Cine y donde hay continuas referencias, me parece, a la poesía de Nelligan y a su enfermedad, la locura.
Pero en Montreal encontré, sobre todo, la “Boite noire”, la “Caja negra”, una tienda de renta y venta de videos no para consumidores de cine (de los que aman Hollywood, celebran todo lo que surge de ahí, creen en los Óscares, reconocen a los actores y no les importa quién dirige) sino para verdaderos cinéfilos.
Una videoteca debía ser planeada como una biblioteca, donde uno pudiera ir al apartado de tal autor y encontrar si no la mayor parte de su obra sí sus piezas más representativas, en el formato que fuera: VHS o DVD. En las tiendas de video comunes se mantiene o no una cinta según criterios de mera rentabilidad: si una película no es muy solicitada, se va a la basura o es vendida como de segunda mano. Importa no por su calidad ni por ser de tal o cual director sino por ser viable comercialmente, por el número de rentas acumuladas. Y la clasificación por cine de acción o de misterio, comedia o drama, es realmente superficial o ridícula.
La primera letra a la que me dirigí en la “Boite noire” de Montreal fue, por supuesto, la H, no por Howard Hawks, Werner Herzog ni John Huston. Tenía tiempo coleccionando los filmes de Hitchcock y quería saber si algo extraño o difícil de conseguir se me aparecía. Me detuve en I confess (Yo confieso o Mi secreto me condena, fueron sus títulos en español, aunque ahora que se ha editado en DVD el secreto se convirtió en “pecado”: Mi pecado me condena), la cinta canadiense de Hitchcock. Estaba sólo en renta, y le pedí a los amigos que eran nuestros anfitriones la llevaran a casa.
Por lo mismo, cuando esa otra tarde hicimos el viaje en río desde Montreal y apareció ante nosotros el viejo Quebec, pensé que llegaba a una locación hitchcockiana, pues Yo confieso abre con esa misma vista filmada desde un ferry. Luego, unas flechas de tránsito con la leyenda “direction” van conduciendo a los espectadores al lugar donde se acaba de cometer el asesinato. Se ve, desde la ventana, al hombre tirado en el interior y una cortina de cuentas de madera que se sacude en la puerta por alguien que acaba de cruzarla; y sale de la casa un hombre con sotana y sombrero, que camina calle abajo. Dos adolescentes pasan por ahí de regreso al hogar (a deshoras, porque en sus tiempos libres cuidan niños), y van atrás de él.
Esta es la secuencia inicial de esa película que había filmado Hitchcock en Quebec justo cincuenta años antes de que llegáramos a la ciudad, y que por mero afán descriptivo podríamos calificar como su “padre Amaro”. Se trata de la adaptación de una obra de teatro de Paul Anthelme (seudónimo de Paul Bourde), y cuenta la historia de un cura acusado de asesinato y al que en el juicio se le descubre, además, como ex amante de una mujer casada. El libreto se titulaba Nos deux consciences (Nuestras dos conciencias), y fue publicado en París en 1902.
Debe saberse que la iglesia católica canadiense vigiló el proceso de hechura de la cinta en casi todas sus etapas, y censuró algunas escenas del producto final. Hitchcock optó por hacer dos versiones: una aprobada por la Iglesia de Canadá y que se exhibiría sólo en ese país, y otra para el resto del mundo.
Los quebequenses celebraron, en principio, que el “maestro del suspenso” tomara esta ciudad como escenario de uno de sus filmes e hicieron de esos meses de rodaje gran fiesta, pero luego del estreno rechazaron la película y le aplicaron por varias décadas lo que anunciaba el título en francés: La loi du silence, la ley del silencio, con lo que el “enlace religioso” entre Hitchcock y Quebec fue roto.
Según Donald Spoto, Alfred Hitchcock y su esposa Alma Reville llegaron a Quebec a finales de febrero de 1952 para definir locaciones. Encontraron lo que venían buscando: “una ciudad rica en tradiciones de catolicismo francés y donde abundaba la iconografía religiosa, los hábitos sacerdotales, y la imágenes de Cristo crucificado”. Y fijaron las coordenadas de la historia: el castillo de Frontenac, el edificio del Parlamento y el Tribunal de Justicia, las iglesias de San Juan Bautista y de San Serafín.
En su artículo “Hitchcock in Quebec: Code of Silence” —que aparece en el catálogo de la exposición Hitchcock and art: fatal coincidences—, Simon Beaudry narra que desde esta primera visita los Hitchcock tuvieron reuniones en la Arquidiócesis para que el guión fuera aprobado y se les permitiera hacer tomas al interior de las iglesias. Se sugirió que aceptaran al padre Paul Lacouline como parte del equipo fílmico para que éste supervisara los contenidos religiosos de la película; en los créditos aparece como consultor técnico. Hitchcock estuvo de acuerdo. El padre Lacouline convenció a la élite clerical de que ésta era una extraordinaria oportunidad para promover a la iglesia católica de la ciudad, y minimizó las turbiedades de la trama.
En los meses que siguieron el guión fue pulido y se prepararon los detalles escénicos. Montgomery Clift firmó el primero de julio para interpretar al padre Michael Logan. Anita Björk fue considerada para el papel de la mujer adúltera, pero por llevar una vida parecida a la del personaje que debía interpretar fue rechazada por el productor Jack Warner y en su lugar se escogió a Anne Baxter, de inmediato convertida en una rubia al estilo Hitchcock.
Montgomery Clift sorprendió de tres maneras a Hitchcock.
Una: En 1945 el actor había conocido, en la Gran Estación Central de Nueva York, al hermano Tomás, un joven monje que acababa de tomar los hábitos y con el que hizo gran amistad; a su llegada a Canadá, Clift buscó a su amigo y vivió con él unos días en un monasterio para que éste le enseñara a rezar el rosario y decir la misa. Obtuvo de él una forma de caminar que el actor creyó propia de los curas. Con estas armas, Montgomery Clift estaba casi listo para empezar el rodaje.
Dos: Como “actor de método”, Clift no sólo estudiaba a conciencia a sus personajes sino que requería de la constante supervisión de su maestra Mira Rostova, que viajó con él a Quebec y aprobaba, a escondidas del director o para su desesperación, las maneras y tonos del padre Logan.
Y tres: El actor tenía una dependencia más: la bebida. Luego de la filmación, y para vengarse de él, Hitchcock pidió en una fiesta que la copa de Clift siempre estuviera llena y le provocó una borrachera que a las pocas horas lo dejó tirado en el piso con un perro lamiéndole el rostro.
El 20 de agosto fue rodada la primera escena en Quebec. La película fue concluida en Hollywood en octubre de 1952.
El 13 de febrero de 1953 se llevó a cabo la premier mundial de I confess en el cine Capitol del centro de Quebec. Hitchcock no estaba contento. La Oficina de Censura Cinematográfica de la Provincia de Quebec había decidido una serie de cortes, a lo que el director sólo pudo responder: “Y bueno, tendremos una versión de Yo confieso para Quebec y otra para el resto del mundo”. Fueron nueve cortes en total, 235 pies de película, lo que en tiempo significa dos minutos con treinta segundos. Molestaron sobre todo tres momentos: primero, cuando el padre Logan sale de la corte y es empujado e injuriado; dos, cuando Anne Baxter reitera su amor al cura con un beso; y tres, cuando el padre se niega a responder a las preguntas de la policía. Se pretendía cuidar con esos cortes la imagen pública, la moralidad y los dogmas de la iglesia católica.
La película no fue un éxito ni en Quebec ni en el resto del mundo. Se esperaba algo tan espectacularmente dramático como su trabajo anterior: Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), y no una reflexión íntima sobre la transferencia de la culpa llena de guiños autobiográficos.
Eric Rohmer y Claude Chabrol escribieron en 1957 a propósito de I confess: “Aunque Hitchcock es aún católico practicante, no es un místico ni un proselitista de sí mismo. Sus trabajos son de naturaleza profana y, aunque versan frecuentemente sobre asuntos relacionados con Dios, sus protagonistas no se mueven por ansiedades propiamente religiosas”. En ello coincide Guillermo del Toro, para quien “Hitchcock no defiende en esta cinta al sacerdote católico: lo expone y nos muestra su martirio como una suerte de fetiche y un pretexto para evadir su conflicto interno”.
Y apunta Robin Wood: “Quien busque en esta película alguna reacción positiva ante la religión católica, buscará en vano”.
Más allá del juicio que se que pueda tener acerca de I confess (cuya edición en DVD nos hace ver una excelente fotografía en blanco y negro, y un diálogo impresionante de los edificios de la ciudad con la trama), ese atardecer cuando llegamos al viejo Quebec sentí la presencia del maestro; recorrí la ciudad como si se tratara de un foro del que acabara de salir Hitchcock, y cree la fantasía de que lo vería a él fugazmente, como en el cameo de la cinta (muy al comienzo), cruzando por la parte alta de una escalinata. También en Montreal me hablaron de Le confessionnal (1995), visita memoriosa del dramaturgo y cineasta Robert Lepage a 1952: el año Hitchcock para la ciudad de Quebec. En el filme, el actor Ron Burrage interpreta al cineasta británico.
Ese verano anocheció para nosotros en la ciudad. Habíamos caminado un poco a tientas y no teníamos una lista de hoteles ni una idea clara de dónde pasaríamos la noche. Acaso preguntamos en el castillo de Frontenac, que funciona como hotel (con cuya imagen abre y cierra la cinta, y donde ocurre la secuencia climática de I confess), pero el presupuesto que llevábamos no nos ajustaba.
Horas después tomamos un taxi que nos condujo a las afueras de la ciudad, y anclamos en un motel que si no hubiera sido por su situación geográfica podría jurarse que se trataba del motel Bates. Había una casa que funcionaba como oficina, con viejos sillones y aves disecadas. Y dos hileras de cuartos o cabañas que formaban una “ele”.
El interior del cuarto era deprimente. Pesado, el olor. El monitor que colgaba de una de las paredes era de otros tiempos, aunque ya a colores. A medianoche y por el cansancio no teníamos otra opción, no podíamos buscar algo mejor. Quizá el taxista nos dejó ahí porque los dueños le daban una comisión si atrapaba a turistas despistados.
Prendimos la televisión, por no dejar, por costumbre; y se exhibía, en francés, Psicosis II (Psycho II, 1983), secuela espantosa y no porque cause miedo, ya no realizada por Hitchcock sino por Richard Franklin: es una de las tres que alentó Anthony Perkins, obsesionado con el personaje. Aquí también se reinterpreta, oprobiosamente, Vera Miles. En la pantalla, desayunaba Norman Bates en compañía de una muchacha que acababa de conocer (sobrina de Marion Crane, la mujer que asesinó en el baño), y al tomar el cuchillo para embarrar mantequilla o queso a su pan empieza a temblarle la mano. Este es uno de los prólogos para que inicien los ataques.
En la secuela que vimos parcialmente en ese motel quebequense, el guión era grotesco: veintitrés años más tarde, sale Norman libre; de esto se entera Lina Crane, la hermana de Marion, que se disfraza como la mamá de Norman para cometer nuevos crímenes que acusen al pobre Norman. Pero Lila tiene una hija, que se encariña con Norman e intenta mantenerlo psicológicamente sano. Luego aparece otra mamá de Norman, pues resulta que la señora Bates no era su madre verdadera sino que lo recibió en adopción por padecer la madre original de severos trastornos mentales... Se acude a los trucos técnicos de la primera y a secuencias similares pero descontextualizadas, como parodia involuntaria. Apagamos el televisor.
Cuenta mi mujer que mi sueño fue intranquilo, que parecía como si me estuvieran haciendo daño, pues gemía e incluso llegué a gritar. Lo que recuerdo, vagamente, es que sentí o fui en el sueño Norman Bates, y que me preparaba para matar a alguien, eso era lo que me causaba dolor. No fue una noche agradable. Me inquieta, incluso, acordarme de ella. Me queda la resaca que debe tener el asesino después de una noche de actividad, como si me sintiera culpable de algo que en la mente aparece como difuso.
Por fortuna, mi mujer amaneció con vida. Y yo con las manos limpias de sangre.
Es la historia de una posesión durante un viaje a Quebec, hace ya tres años, en el 2002.
Hicimos (mi mujer y yo) el trayecto de Montreal a Quebec por el río Saint-Laurent. Al atardecer vimos, en lo alto y a contra luz por el sol, el gran castillo de Frontenac que corona el viejo Quebec. Mi idea del viaje suele ir relacionada con libros o películas con los que identifico un país o una ciudad. Suplo las guías de viajero por novelas, poemarios o cintas que me acercan a ese lugar. París, por ejemplo, me remite a Baudelaire, Cortázar y Juliette Binoche; en cuanto a Dublín pienso en James Joyce, por supuesto. Trieste, que no conozco, es para mí Italo Svevo. Londres es Hitchcock y los Beatles... Pero Hitchcock es también California, y, sobre todo, San Francisco, por Vértigo, una de sus cintas mayores.
A Montreal llevé la poesía reunida de Émile Nelligan, el Rimbaud de los quebequenses. Buscamos, incluso, la casa donde nació Nelligan, que tiene una placa en donde se lee un verso suyo muy conocido, que ahora cito de memoria: “Laissez-le s’en aller; cést un rêveur qui passe” (“Déjenlo ir; es un soñador que pasa”). Recordaba también la cinta Leolo (1992), de Jean-Claude Lazon, que se exhibió en alguna Muestra Internacional de Cine y donde hay continuas referencias, me parece, a la poesía de Nelligan y a su enfermedad, la locura.
Pero en Montreal encontré, sobre todo, la “Boite noire”, la “Caja negra”, una tienda de renta y venta de videos no para consumidores de cine (de los que aman Hollywood, celebran todo lo que surge de ahí, creen en los Óscares, reconocen a los actores y no les importa quién dirige) sino para verdaderos cinéfilos.
Una videoteca debía ser planeada como una biblioteca, donde uno pudiera ir al apartado de tal autor y encontrar si no la mayor parte de su obra sí sus piezas más representativas, en el formato que fuera: VHS o DVD. En las tiendas de video comunes se mantiene o no una cinta según criterios de mera rentabilidad: si una película no es muy solicitada, se va a la basura o es vendida como de segunda mano. Importa no por su calidad ni por ser de tal o cual director sino por ser viable comercialmente, por el número de rentas acumuladas. Y la clasificación por cine de acción o de misterio, comedia o drama, es realmente superficial o ridícula.
La primera letra a la que me dirigí en la “Boite noire” de Montreal fue, por supuesto, la H, no por Howard Hawks, Werner Herzog ni John Huston. Tenía tiempo coleccionando los filmes de Hitchcock y quería saber si algo extraño o difícil de conseguir se me aparecía. Me detuve en I confess (Yo confieso o Mi secreto me condena, fueron sus títulos en español, aunque ahora que se ha editado en DVD el secreto se convirtió en “pecado”: Mi pecado me condena), la cinta canadiense de Hitchcock. Estaba sólo en renta, y le pedí a los amigos que eran nuestros anfitriones la llevaran a casa.
Por lo mismo, cuando esa otra tarde hicimos el viaje en río desde Montreal y apareció ante nosotros el viejo Quebec, pensé que llegaba a una locación hitchcockiana, pues Yo confieso abre con esa misma vista filmada desde un ferry. Luego, unas flechas de tránsito con la leyenda “direction” van conduciendo a los espectadores al lugar donde se acaba de cometer el asesinato. Se ve, desde la ventana, al hombre tirado en el interior y una cortina de cuentas de madera que se sacude en la puerta por alguien que acaba de cruzarla; y sale de la casa un hombre con sotana y sombrero, que camina calle abajo. Dos adolescentes pasan por ahí de regreso al hogar (a deshoras, porque en sus tiempos libres cuidan niños), y van atrás de él.
Esta es la secuencia inicial de esa película que había filmado Hitchcock en Quebec justo cincuenta años antes de que llegáramos a la ciudad, y que por mero afán descriptivo podríamos calificar como su “padre Amaro”. Se trata de la adaptación de una obra de teatro de Paul Anthelme (seudónimo de Paul Bourde), y cuenta la historia de un cura acusado de asesinato y al que en el juicio se le descubre, además, como ex amante de una mujer casada. El libreto se titulaba Nos deux consciences (Nuestras dos conciencias), y fue publicado en París en 1902.
Debe saberse que la iglesia católica canadiense vigiló el proceso de hechura de la cinta en casi todas sus etapas, y censuró algunas escenas del producto final. Hitchcock optó por hacer dos versiones: una aprobada por la Iglesia de Canadá y que se exhibiría sólo en ese país, y otra para el resto del mundo.
Los quebequenses celebraron, en principio, que el “maestro del suspenso” tomara esta ciudad como escenario de uno de sus filmes e hicieron de esos meses de rodaje gran fiesta, pero luego del estreno rechazaron la película y le aplicaron por varias décadas lo que anunciaba el título en francés: La loi du silence, la ley del silencio, con lo que el “enlace religioso” entre Hitchcock y Quebec fue roto.
Según Donald Spoto, Alfred Hitchcock y su esposa Alma Reville llegaron a Quebec a finales de febrero de 1952 para definir locaciones. Encontraron lo que venían buscando: “una ciudad rica en tradiciones de catolicismo francés y donde abundaba la iconografía religiosa, los hábitos sacerdotales, y la imágenes de Cristo crucificado”. Y fijaron las coordenadas de la historia: el castillo de Frontenac, el edificio del Parlamento y el Tribunal de Justicia, las iglesias de San Juan Bautista y de San Serafín.
En su artículo “Hitchcock in Quebec: Code of Silence” —que aparece en el catálogo de la exposición Hitchcock and art: fatal coincidences—, Simon Beaudry narra que desde esta primera visita los Hitchcock tuvieron reuniones en la Arquidiócesis para que el guión fuera aprobado y se les permitiera hacer tomas al interior de las iglesias. Se sugirió que aceptaran al padre Paul Lacouline como parte del equipo fílmico para que éste supervisara los contenidos religiosos de la película; en los créditos aparece como consultor técnico. Hitchcock estuvo de acuerdo. El padre Lacouline convenció a la élite clerical de que ésta era una extraordinaria oportunidad para promover a la iglesia católica de la ciudad, y minimizó las turbiedades de la trama.
En los meses que siguieron el guión fue pulido y se prepararon los detalles escénicos. Montgomery Clift firmó el primero de julio para interpretar al padre Michael Logan. Anita Björk fue considerada para el papel de la mujer adúltera, pero por llevar una vida parecida a la del personaje que debía interpretar fue rechazada por el productor Jack Warner y en su lugar se escogió a Anne Baxter, de inmediato convertida en una rubia al estilo Hitchcock.
Montgomery Clift sorprendió de tres maneras a Hitchcock.
Una: En 1945 el actor había conocido, en la Gran Estación Central de Nueva York, al hermano Tomás, un joven monje que acababa de tomar los hábitos y con el que hizo gran amistad; a su llegada a Canadá, Clift buscó a su amigo y vivió con él unos días en un monasterio para que éste le enseñara a rezar el rosario y decir la misa. Obtuvo de él una forma de caminar que el actor creyó propia de los curas. Con estas armas, Montgomery Clift estaba casi listo para empezar el rodaje.
Dos: Como “actor de método”, Clift no sólo estudiaba a conciencia a sus personajes sino que requería de la constante supervisión de su maestra Mira Rostova, que viajó con él a Quebec y aprobaba, a escondidas del director o para su desesperación, las maneras y tonos del padre Logan.
Y tres: El actor tenía una dependencia más: la bebida. Luego de la filmación, y para vengarse de él, Hitchcock pidió en una fiesta que la copa de Clift siempre estuviera llena y le provocó una borrachera que a las pocas horas lo dejó tirado en el piso con un perro lamiéndole el rostro.
El 20 de agosto fue rodada la primera escena en Quebec. La película fue concluida en Hollywood en octubre de 1952.
El 13 de febrero de 1953 se llevó a cabo la premier mundial de I confess en el cine Capitol del centro de Quebec. Hitchcock no estaba contento. La Oficina de Censura Cinematográfica de la Provincia de Quebec había decidido una serie de cortes, a lo que el director sólo pudo responder: “Y bueno, tendremos una versión de Yo confieso para Quebec y otra para el resto del mundo”. Fueron nueve cortes en total, 235 pies de película, lo que en tiempo significa dos minutos con treinta segundos. Molestaron sobre todo tres momentos: primero, cuando el padre Logan sale de la corte y es empujado e injuriado; dos, cuando Anne Baxter reitera su amor al cura con un beso; y tres, cuando el padre se niega a responder a las preguntas de la policía. Se pretendía cuidar con esos cortes la imagen pública, la moralidad y los dogmas de la iglesia católica.
La película no fue un éxito ni en Quebec ni en el resto del mundo. Se esperaba algo tan espectacularmente dramático como su trabajo anterior: Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), y no una reflexión íntima sobre la transferencia de la culpa llena de guiños autobiográficos.
Eric Rohmer y Claude Chabrol escribieron en 1957 a propósito de I confess: “Aunque Hitchcock es aún católico practicante, no es un místico ni un proselitista de sí mismo. Sus trabajos son de naturaleza profana y, aunque versan frecuentemente sobre asuntos relacionados con Dios, sus protagonistas no se mueven por ansiedades propiamente religiosas”. En ello coincide Guillermo del Toro, para quien “Hitchcock no defiende en esta cinta al sacerdote católico: lo expone y nos muestra su martirio como una suerte de fetiche y un pretexto para evadir su conflicto interno”.
Y apunta Robin Wood: “Quien busque en esta película alguna reacción positiva ante la religión católica, buscará en vano”.
Más allá del juicio que se que pueda tener acerca de I confess (cuya edición en DVD nos hace ver una excelente fotografía en blanco y negro, y un diálogo impresionante de los edificios de la ciudad con la trama), ese atardecer cuando llegamos al viejo Quebec sentí la presencia del maestro; recorrí la ciudad como si se tratara de un foro del que acabara de salir Hitchcock, y cree la fantasía de que lo vería a él fugazmente, como en el cameo de la cinta (muy al comienzo), cruzando por la parte alta de una escalinata. También en Montreal me hablaron de Le confessionnal (1995), visita memoriosa del dramaturgo y cineasta Robert Lepage a 1952: el año Hitchcock para la ciudad de Quebec. En el filme, el actor Ron Burrage interpreta al cineasta británico.
Ese verano anocheció para nosotros en la ciudad. Habíamos caminado un poco a tientas y no teníamos una lista de hoteles ni una idea clara de dónde pasaríamos la noche. Acaso preguntamos en el castillo de Frontenac, que funciona como hotel (con cuya imagen abre y cierra la cinta, y donde ocurre la secuencia climática de I confess), pero el presupuesto que llevábamos no nos ajustaba.
Horas después tomamos un taxi que nos condujo a las afueras de la ciudad, y anclamos en un motel que si no hubiera sido por su situación geográfica podría jurarse que se trataba del motel Bates. Había una casa que funcionaba como oficina, con viejos sillones y aves disecadas. Y dos hileras de cuartos o cabañas que formaban una “ele”.
El interior del cuarto era deprimente. Pesado, el olor. El monitor que colgaba de una de las paredes era de otros tiempos, aunque ya a colores. A medianoche y por el cansancio no teníamos otra opción, no podíamos buscar algo mejor. Quizá el taxista nos dejó ahí porque los dueños le daban una comisión si atrapaba a turistas despistados.
Prendimos la televisión, por no dejar, por costumbre; y se exhibía, en francés, Psicosis II (Psycho II, 1983), secuela espantosa y no porque cause miedo, ya no realizada por Hitchcock sino por Richard Franklin: es una de las tres que alentó Anthony Perkins, obsesionado con el personaje. Aquí también se reinterpreta, oprobiosamente, Vera Miles. En la pantalla, desayunaba Norman Bates en compañía de una muchacha que acababa de conocer (sobrina de Marion Crane, la mujer que asesinó en el baño), y al tomar el cuchillo para embarrar mantequilla o queso a su pan empieza a temblarle la mano. Este es uno de los prólogos para que inicien los ataques.
En la secuela que vimos parcialmente en ese motel quebequense, el guión era grotesco: veintitrés años más tarde, sale Norman libre; de esto se entera Lina Crane, la hermana de Marion, que se disfraza como la mamá de Norman para cometer nuevos crímenes que acusen al pobre Norman. Pero Lila tiene una hija, que se encariña con Norman e intenta mantenerlo psicológicamente sano. Luego aparece otra mamá de Norman, pues resulta que la señora Bates no era su madre verdadera sino que lo recibió en adopción por padecer la madre original de severos trastornos mentales... Se acude a los trucos técnicos de la primera y a secuencias similares pero descontextualizadas, como parodia involuntaria. Apagamos el televisor.
Cuenta mi mujer que mi sueño fue intranquilo, que parecía como si me estuvieran haciendo daño, pues gemía e incluso llegué a gritar. Lo que recuerdo, vagamente, es que sentí o fui en el sueño Norman Bates, y que me preparaba para matar a alguien, eso era lo que me causaba dolor. No fue una noche agradable. Me inquieta, incluso, acordarme de ella. Me queda la resaca que debe tener el asesino después de una noche de actividad, como si me sintiera culpable de algo que en la mente aparece como difuso.
Por fortuna, mi mujer amaneció con vida. Y yo con las manos limpias de sangre.
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