El agente provocador
Así como sorprende que siete décadas atrás Alfred Hitchcock hubiera previsto en Sabotaje (Sabotage, 1936) la explosión de un autobús de doble piso en las calles de Londres, del mismo modo inquieta por su exactitud actual el perfil de los terroristas trazado hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela en que se basó el cineasta. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo; y otra que la humanidad no avanza sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias.
En la película, desde los primeros minutos retrata Hitchcock la supuesta peligrosidad de Carl Anton Verloc, cuando un apagón sacude a Londres: el agent provocateur ocasiona fallas graves en la estación eléctrica de Battersea, pero el resultado de su malicia es una suerte de fiesta nocturna en la ciudad. Es decir, la gente toma con ligereza lo que se proponía causara terror. Por ello quienes tienen bajo salario a Verloc, funcionarios de alguna embajada extranjera, le exigen que su próxima tarea no llame a la risa. “Lo que queremos”, dicen, “son hechos alarmantes.” En caso contrario Verloc, que se ha tomado la vida con calma y en realidad no quiere dañar a nadie, vería esfumarse su salario. Debe dar así un paso más arriesgado: en la novela, atentar contra el observatorio de Greenwich; y en el filme, colocar un paquete explosivo en la estación del metro de Picadilly Circus. En ambas empresas fracasa, pues improvisa como mensajero a Stevie, el hermano menor de su esposa Winnie, que en un caso se topa con unas raíces en el parque cercano al observatorio; y en el otro se distrae en el camino hasta que logra tomar el autobús de doble piso que lo llevará al otro extremo de la ciudad, para transformarse Stevie, a las 13:45 horas en la cinta y a hora imprecisa de la mañana en el relato, en los restos de un ser humano.
Al lograr por fin comportarse como un terrorista, Verloc diseña el camino de su perdición, pues atenta contra una parte de sí mismo. La muerte en la cinta es perturbadora porque implica a un joven al que el espectador ha seguido por varios minutos y con quien incluso ha simpatizado, y a mucha gente inocente que lo acompaña en el autobús. Hitchcock sintió necesaria esa “variación” con respecto a la historia original (en donde la única víctima es Stevie), pues era una clara puesta en escena de lo que provoca el terrorismo.
El personaje más temible, sin embargo, es un proveedor en explosivos, que es quien surte a Verloc. Este ser inverosímil lleva siempre consigo lo suficiente para hacer explotar una cuadra completa: es una bomba ambulante. La policía lo tiene identificado pero cualquier intento por arrestarlo terminaría de modo trágico, pues, explica: “Camino siempre con la mano derecha cerrada sobre la pelota de goma que tengo en el bolsillo del pantalón. La presión hecha sobre esa pelota opera el detonador que va dentro del frasco de mi faltriquera. Es el principio del disparador neumático instantáneo de un lente fotográfico... Veinte minutos exactos tienen que transcurrir desde el instante en que oprimo la pelota hasta que ocurre la explosión”.
Más allá de los detalles mecánicos hay en este personaje, al que sólo nombran como el Profesor, una fuerza maligna ante la cual las razones pierden su sentido, y cuyo desapego al orden social lo pone del lado de la muerte, “que no conoce el freno y a la que no es posible atacar”. Su divisa es el desastre ciego, sin otra bandera ideológica que la fascinación por el caos.
No se ignora en estas líneas que en una versión cinematográfica reciente de la novela de Conrad (Secret Agent, 2003) ese papel explosivo lo esteriliza, y no estelariza, Robin Williams, en un largometraje que es un difuso equívoco, muestra atroz de cómo el cine moderno, con mejores herramientas que en otros tiempos, se ejercita en el declive: lamentablemente, ese filme grotesco no recupera ni los hallazgos de Hitchcock, al que parece ignorar, ni la sabiduría narrativa del escritor. Hay errores de todo tipo: de guión, en primer lugar; de casting, en segundo (es posible decir que no se acertó con el actor adecuado para ninguno de los papeles); y de dirección, también. Por lo que no debe dársele más espacio del que merece.
Hitchcock cambió el título de la novela de Joseph Conrad porque su película inmediatamente anterior así se llamaba, El agente secreto (The Secret Agent, 1936). Volverá años después al tema del terrorismo, y encontrará una variante para la palabra Sabotaje y está es Saboteur (en español Saboteador, 1942), su quinto filme hollywoodense, cinta que comienza con un incendio en una fábrica de aviones, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Habrá también alguna audacia de su parte, el anticipo de lo que vendría, por pensar en un grupo de activistas (en este caso nazis) sembrado en territorio estadounidense, y que atenta, por ejemplo, contra un barco en los muelles de Manhattan.
De la novela y las experiencias en la pantalla sobrevive una sombra poderosa, que es la del terrorismo, tal vez encarnada en esa figura del Profesor, cuyos pensamientos sólo acarician imágenes de ruina y desesperación, terrible en la sencillez de su designio y que se pasea insospechado y fatal, “como una peste por la vía llena de hombres”. La frontera del suspenso, Londres lo sabe, es el terror.
Así como sorprende que siete décadas atrás Alfred Hitchcock hubiera previsto en Sabotaje (Sabotage, 1936) la explosión de un autobús de doble piso en las calles de Londres, del mismo modo inquieta por su exactitud actual el perfil de los terroristas trazado hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela en que se basó el cineasta. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo; y otra que la humanidad no avanza sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias.
En la película, desde los primeros minutos retrata Hitchcock la supuesta peligrosidad de Carl Anton Verloc, cuando un apagón sacude a Londres: el agent provocateur ocasiona fallas graves en la estación eléctrica de Battersea, pero el resultado de su malicia es una suerte de fiesta nocturna en la ciudad. Es decir, la gente toma con ligereza lo que se proponía causara terror. Por ello quienes tienen bajo salario a Verloc, funcionarios de alguna embajada extranjera, le exigen que su próxima tarea no llame a la risa. “Lo que queremos”, dicen, “son hechos alarmantes.” En caso contrario Verloc, que se ha tomado la vida con calma y en realidad no quiere dañar a nadie, vería esfumarse su salario. Debe dar así un paso más arriesgado: en la novela, atentar contra el observatorio de Greenwich; y en el filme, colocar un paquete explosivo en la estación del metro de Picadilly Circus. En ambas empresas fracasa, pues improvisa como mensajero a Stevie, el hermano menor de su esposa Winnie, que en un caso se topa con unas raíces en el parque cercano al observatorio; y en el otro se distrae en el camino hasta que logra tomar el autobús de doble piso que lo llevará al otro extremo de la ciudad, para transformarse Stevie, a las 13:45 horas en la cinta y a hora imprecisa de la mañana en el relato, en los restos de un ser humano.
Al lograr por fin comportarse como un terrorista, Verloc diseña el camino de su perdición, pues atenta contra una parte de sí mismo. La muerte en la cinta es perturbadora porque implica a un joven al que el espectador ha seguido por varios minutos y con quien incluso ha simpatizado, y a mucha gente inocente que lo acompaña en el autobús. Hitchcock sintió necesaria esa “variación” con respecto a la historia original (en donde la única víctima es Stevie), pues era una clara puesta en escena de lo que provoca el terrorismo.
El personaje más temible, sin embargo, es un proveedor en explosivos, que es quien surte a Verloc. Este ser inverosímil lleva siempre consigo lo suficiente para hacer explotar una cuadra completa: es una bomba ambulante. La policía lo tiene identificado pero cualquier intento por arrestarlo terminaría de modo trágico, pues, explica: “Camino siempre con la mano derecha cerrada sobre la pelota de goma que tengo en el bolsillo del pantalón. La presión hecha sobre esa pelota opera el detonador que va dentro del frasco de mi faltriquera. Es el principio del disparador neumático instantáneo de un lente fotográfico... Veinte minutos exactos tienen que transcurrir desde el instante en que oprimo la pelota hasta que ocurre la explosión”.
Más allá de los detalles mecánicos hay en este personaje, al que sólo nombran como el Profesor, una fuerza maligna ante la cual las razones pierden su sentido, y cuyo desapego al orden social lo pone del lado de la muerte, “que no conoce el freno y a la que no es posible atacar”. Su divisa es el desastre ciego, sin otra bandera ideológica que la fascinación por el caos.
No se ignora en estas líneas que en una versión cinematográfica reciente de la novela de Conrad (Secret Agent, 2003) ese papel explosivo lo esteriliza, y no estelariza, Robin Williams, en un largometraje que es un difuso equívoco, muestra atroz de cómo el cine moderno, con mejores herramientas que en otros tiempos, se ejercita en el declive: lamentablemente, ese filme grotesco no recupera ni los hallazgos de Hitchcock, al que parece ignorar, ni la sabiduría narrativa del escritor. Hay errores de todo tipo: de guión, en primer lugar; de casting, en segundo (es posible decir que no se acertó con el actor adecuado para ninguno de los papeles); y de dirección, también. Por lo que no debe dársele más espacio del que merece.
Hitchcock cambió el título de la novela de Joseph Conrad porque su película inmediatamente anterior así se llamaba, El agente secreto (The Secret Agent, 1936). Volverá años después al tema del terrorismo, y encontrará una variante para la palabra Sabotaje y está es Saboteur (en español Saboteador, 1942), su quinto filme hollywoodense, cinta que comienza con un incendio en una fábrica de aviones, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Habrá también alguna audacia de su parte, el anticipo de lo que vendría, por pensar en un grupo de activistas (en este caso nazis) sembrado en territorio estadounidense, y que atenta, por ejemplo, contra un barco en los muelles de Manhattan.
De la novela y las experiencias en la pantalla sobrevive una sombra poderosa, que es la del terrorismo, tal vez encarnada en esa figura del Profesor, cuyos pensamientos sólo acarician imágenes de ruina y desesperación, terrible en la sencillez de su designio y que se pasea insospechado y fatal, “como una peste por la vía llena de hombres”. La frontera del suspenso, Londres lo sabe, es el terror.
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