lunes, julio 18, 2005

El agente provocador

Así como sorprende que siete décadas atrás Alfred Hitchcock hubiera previsto en Sabotaje (Sabotage, 1936) la explosión de un autobús de doble piso en las calles de Londres, del mismo modo inquieta por su exactitud actual el perfil de los terroristas trazado hace casi un siglo por Joseph Conrad en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela en que se basó el cineasta. Esto podría significar dos cosas: una, que los artistas se adelantan, a veces fatalmente, a su tiempo; y otra que la humanidad no avanza sino da vueltas sobre sí misma, fiel a sus miserias.
En la película, desde los primeros minutos retrata Hitchcock la supuesta peligrosidad de Carl Anton Verloc, cuando un apagón sacude a Londres: el agent provocateur ocasiona fallas graves en la estación eléctrica de Battersea, pero el resultado de su malicia es una suerte de fiesta nocturna en la ciudad. Es decir, la gente toma con ligereza lo que se proponía causara terror. Por ello quienes tienen bajo salario a Verloc, funcionarios de alguna embajada extranjera, le exigen que su próxima tarea no llame a la risa. “Lo que queremos”, dicen, “son hechos alarmantes.” En caso contrario Verloc, que se ha tomado la vida con calma y en realidad no quiere dañar a nadie, vería esfumarse su salario. Debe dar así un paso más arriesgado: en la novela, atentar contra el observatorio de Greenwich; y en el filme, colocar un paquete explosivo en la estación del metro de Picadilly Circus. En ambas empresas fracasa, pues improvisa como mensajero a Stevie, el hermano menor de su esposa Winnie, que en un caso se topa con unas raíces en el parque cercano al observatorio; y en el otro se distrae en el camino hasta que logra tomar el autobús de doble piso que lo llevará al otro extremo de la ciudad, para transformarse Stevie, a las 13:45 horas en la cinta y a hora imprecisa de la mañana en el relato, en los restos de un ser humano.
Al lograr por fin comportarse como un terrorista, Verloc diseña el camino de su perdición, pues atenta contra una parte de sí mismo. La muerte en la cinta es perturbadora porque implica a un joven al que el espectador ha seguido por varios minutos y con quien incluso ha simpatizado, y a mucha gente inocente que lo acompaña en el autobús. Hitchcock sintió necesaria esa “variación” con respecto a la historia original (en donde la única víctima es Stevie), pues era una clara puesta en escena de lo que provoca el terrorismo.
El personaje más temible, sin embargo, es un proveedor en explosivos, que es quien surte a Verloc. Este ser inverosímil lleva siempre consigo lo suficiente para hacer explotar una cuadra completa: es una bomba ambulante. La policía lo tiene identificado pero cualquier intento por arrestarlo terminaría de modo trágico, pues, explica: “Camino siempre con la mano derecha cerrada sobre la pelota de goma que tengo en el bolsillo del pantalón. La presión hecha sobre esa pelota opera el detonador que va dentro del frasco de mi faltriquera. Es el principio del disparador neumático instantáneo de un lente fotográfico... Veinte minutos exactos tienen que transcurrir desde el instante en que oprimo la pelota hasta que ocurre la explosión”.
Más allá de los detalles mecánicos hay en este personaje, al que sólo nombran como el Profesor, una fuerza maligna ante la cual las razones pierden su sentido, y cuyo desapego al orden social lo pone del lado de la muerte, “que no conoce el freno y a la que no es posible atacar”. Su divisa es el desastre ciego, sin otra bandera ideológica que la fascinación por el caos.
No se ignora en estas líneas que en una versión cinematográfica reciente de la novela de Conrad (Secret Agent, 2003) ese papel explosivo lo esteriliza, y no estelariza, Robin Williams, en un largometraje que es un difuso equívoco, muestra atroz de cómo el cine moderno, con mejores herramientas que en otros tiempos, se ejercita en el declive: lamentablemente, ese filme grotesco no recupera ni los hallazgos de Hitchcock, al que parece ignorar, ni la sabiduría narrativa del escritor. Hay errores de todo tipo: de guión, en primer lugar; de casting, en segundo (es posible decir que no se acertó con el actor adecuado para ninguno de los papeles); y de dirección, también. Por lo que no debe dársele más espacio del que merece.
Hitchcock cambió el título de la novela de Joseph Conrad porque su película inmediatamente anterior así se llamaba, El agente secreto (The Secret Agent, 1936). Volverá años después al tema del terrorismo, y encontrará una variante para la palabra Sabotaje y está es Saboteur (en español Saboteador, 1942), su quinto filme hollywoodense, cinta que comienza con un incendio en una fábrica de aviones, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Habrá también alguna audacia de su parte, el anticipo de lo que vendría, por pensar en un grupo de activistas (en este caso nazis) sembrado en territorio estadounidense, y que atenta, por ejemplo, contra un barco en los muelles de Manhattan.
De la novela y las experiencias en la pantalla sobrevive una sombra poderosa, que es la del terrorismo, tal vez encarnada en esa figura del Profesor, cuyos pensamientos sólo acarician imágenes de ruina y desesperación, terrible en la sencillez de su designio y que se pasea insospechado y fatal, “como una peste por la vía llena de hombres”. La frontera del suspenso, Londres lo sabe, es el terror.

lunes, julio 11, 2005


Londres no debe reír

Inquieta recordar que un paisaje terrorífico muy semejante al que se vivió en Londres el pasado 7 de julio apareció, setenta años atrás, en una película sobre saboteadores dirigida por Alfred Hitchcock (basada en una novela de Joseph Conrad) y con una secuencia en la que explota una bomba en un autobús de doble piso de la ruta 24, exactamente a las 13:45 horas y en la zona oeste de la ciudad, y lo deja tan destruido como ese otro autobús de la ruta 30 cuyos escombros se dispersaron el jueves a lo largo de Tavistock Square, cerca del Museo Británico.
En reiteradas ocasiones, el cineasta lamentó haber filmado ese momento, entre otras cosas porque moría ahí el joven Stevie, hermano menor de la protagonista, que transportaba hacia Picadilly Circus dos latas con la cinta Bartolomé el estrangulador y un paquete con lo que él creía eran partes de un proyector cinematográfico pero que en realidad eran explosivos. Hitchcock narra los últimos minutos de Stevie, quien primero se entretiene con un vendedor callejero, que usa al muchacho para mostrar un par de productos de limpieza personal (una pasta de dientes y un fijador para el cabello), y luego se distrae con el “Desfile del alcalde”. Cuando Stevie logra subir al autobús, ya el tiempo se le vino encima; el marido de su hermana, Carl Anton Verloc, le había pedido que llegara a Picadilly Circus a más tardar a las 13:30 horas, y dejara en el guardarropa de la estación del metro tanto las dos latas como el paquete cerrado, programado éste para estallar 15 minutos después. No puede Verloc en persona transportar la bomba porque la policía sospecha de él y lo tiene acorralado.
Se activan los relojes de la ficción. Stevie viaja ya en el autobús de doble piso. Es sábado, hay tráfico en Londres. Está en marcha, además, la conocida maquinaria del suspenso: el espectador sabe algo que el muchacho ignora y espera, el espectador, que un milagro ocurra y Stevie y los otros pasajeros, ajenos a la amenaza que se cierne sobre ellos, se salven de un destino trágico. Son las 13:43. Una vecina de asiento trae en brazos a un perrito, con el que Stevie juega; 13:44. El autobús se frena por la luz roja del semáforo. Luz verde; 13:45...
A propósito de Sabotaje (Sabotage, 1936), Hitchcock le confesó a François Truffaut: “Cuando un personaje pasea una bomba sin saberlo, como un simple paquete, se crea un suspense muy fuerte con relación al público. A todo lo largo de este trayecto, el personaje del niño se hizo mucho más simpático para el público que, luego, no me perdonó que lo hiciera morir, cuando la bomba estalla con él en el autobús”.
Antes, en un artículo publicado en 1949, “El placer del miedo”, abordó Hitchcock el mismo asunto, según esta idea: cuando el público se identifica con un personaje da por supuesto que se instala una especie de manto invisible que protege al que lo lleva. “Una vez que las simpatías han quedado claramente establecidas y el manto está terminado no es aceptable —en opinión del público y en opinión de muchos críticos— violar el manto y conducir a su portador a un final desastroso.” Lo cual lleva a Hitchcock a Stevie y a Sabotaje, pues “ese episodio era una clara cancelación del manto invisible de protección que llevan los personajes simpáticos de las películas”. Y: “Además de eso, como el público sabía que [el paquete] contenía una bomba y el chico no, permitir que la bomba estallara era una violación de la regla que prohíbe una combinación directa de suspense y terror, o de advertencia y sorpresa”.
Así las cosas, cierra el director británico, tanto el público como la crítica —cuya sensibilidad se había sentido tremendamente ultrajada— fueron de la opinión unánime de que Hitchcock debería haber estado sentado en el asiento contiguo al del muchacho, preferiblemente en el asiento en el que Stevie había dejado la bomba.
No hubo en la realidad de estos días suspenso ni advertencia; simplemente, sorpresa y terror, pues las bombas, esa del autobús de la ruta 30 más las de las estaciones del metro, estallaron sin aviso previo.
En el filme, en el episodio de Stevie, buscó Hitchcock una situación análoga a otra que sucede en El agente secreto (The Secret Agent, 1907), la novela de Conrad, cuya aparición también le mereció a su autor algunos reproches, por lo que tuvo que explicar que no había perversidad en su intención, ni desdén oculto contra la sensibilidad natural de las personas en la raíz de sus impulsos, en ese retrato de los anarquistas. Es decir, Hitchcock se disculpa técnicamente (por una frontera rota entre el suspenso y el terror, en camino hacia Psicosis), mientras que Conrad lo hace moralmente.
También en la novela muere Stevie. Por encargo de Verloc, lleva explosivos en una lata de barniz y tropieza con unas raíces de árbol en el Greenwich Park cuando se dirigía al observatorio de ese nombre, atentado ocurrido históricamente y con el mismo saldo, un hombre despedazado por un estallido y del que el novelista supo sólo dos cosas: que tenía un retraso mental y que su hermana, al enterarse de su muerte, se suicidó.
Lo que el Conrad vio en la absurda actividad terrorista fue a una “humanidad siempre tan trágicamente dispuesta para la autodestrucción”.