lunes, octubre 31, 2005


Tiempo de naufragios

Náufragos (Lifeboat, 1944) es una de las ya pocas cintas de Alfred Hitchcock (1899-1980) que no circulaban en formato DVD. De la etapa “americana” sólo faltaría por editar Atormentada o Bajo el signo de Capricornio (los dos títulos al español de Under Capricorn, 1949), con Ingrid Bergman y Joseph Cotten en los papeles estelares. Y de sus comienzos se ha evitado relanzar los dos primeros filmes (The Pleausure Garden, 1925, y The Mountain Eagle, 1927), quizá por aquella sentencia del director según la cual El enemigo de las rubias (The Lodger, 1927) era la primera auténtica “Hitchcock movie”; más algunas otras películas mudas como Downhill (1927), Champagne (1928) y Harmony Heaven (1929), no incluidas en los paquetes de LaserLight que cubren el periodo británico, como tampoco Juno and the Paycock (1930) ni Waltzes from Viena (1934)... Es decir, si las cuentas están bien no se dispone de copias nuevas digitales de ocho de sus 53 producciones.
Mas el tema aquí es Náufragos. Habría que precisar que entre los planes iniciales de David O. Selznick para llevar a Hitchcock a los Estados Unidos de Norteamérica, aquél le propuso que realizara un largometraje sobre el hundimiento del Titanic. Se tenía pensado, incluso, comprar para ello un barco mercantil, el Leviathan. No obstante, la complicada colaboración entre el productor y el cineasta empezó con Rebeca (1940), y debido al mismo choque de temperamentos (uno y otro buscaban el control absoluto sobre sus materiales) el Titanic se fue posponiendo.
En cuanto a las condiciones técnicas, Hitchcock en Hollywood se sintió como pez en el agua. Sabía que contaba con los mejores artesanos para recrear en los estudios cualquier situación imaginable o inimaginable. Para Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent, 1940), diseñó un final espectacular en donde un avión de pasajeros se estrella en el océano Atlántico; la secuencia culminante de Saboteador (Saboteur, 1942), en la que un espía nazi cae desde la antorcha de la Estatua de la Libertad, suele ser revisada y recreada en las visitas a los estudios cinematográficos. Con Náufragos cumplía dos cosas: mostraba de lo que habría sido capaz en ambientes acuáticos de haber hecho Titanic; y volvía al tema de la Guerra Mundial, abordado en los dos títulos arriba citados y en un par de cortometrajes posteriores: Bon Voyage (1944) y Aventure Malgache (1944).
Del naufragio (tal vez un eco del Titanic) sólo vemos la chimenea que se hunde; luego, una serie de objetos flotantes nos da la información básica: por la tapa de una caja de madera sabemos que el barco partió de Nueva York y se dirigía a la Gran Bretaña; se insiste en el origen geográfico con un ejemplar del New Yorker que por ahí navega; y el contexto de la lucha armada lo da el cuerpo de un marino que en la ropa lleva impreso que es alemán y estaba al servicio del Reich. Luego viene el contraste: en un bote salvavidas una dama elegantísima (Tallulah Bankhead) lamenta, en el centro de la catástrofe, que se le haya corrido la media.
Los 96 minutos de la película transcurrirán en ese bote salvavidas, que se irá poblando y despoblando conforme avance la historia. Esta delimitación espacial es un anticipo de La soga (Rope, 1948) y Con M de muerte (Dial M for Murder, 1953), concentradas respectivamente una en un departamento neoyorquino y la otra en un piso londinense. Curiosamente, en estas cintas a la par del ejercicio técnico está el dilema moral: en un caso, dos amigos sentencian a muerte a un compañero de escuela por considerarse “superiores”; en el otro, un marido descubre la infidelidad de su esposa, de quien él en parte depende económicamente, y decide deshacerse de ella sin que esto altere su nivel de vida. La ficción asume el punto de vista de los verdugos. En Náufragos se enfrentarán dos visiones: la del grupo de los aliados y la de un militar alemán que con argucias llega a tomar el control del bote salvavidas.
Si la cinta incomodó es porque plantea una corresponsabilidad: ¿cómo es que el mundo permitió o incluso alentó el crecimiento del poderío alemán?; y, ¿qué se debía hacer para que esto no volviera a ocurrir? En una cinematografía en blanco y negro, esta percepción de los matices se consideró, casi, como una traición a la causa de las democracias. Una famosa periodista, Dorothy Thompson, dio a la película diez días para abandonar el país.
Hay tres anécdotas que suelen acompañar a Náufragos. La primera es cuando una de las coprotagonistas, Mary Anderson, se acercó a Hitchcock para preguntarle cuál creía él que era su mejor ángulo; respondió el director: “Me parece, querida, que está usted sentada en él”. La otra surge de las complicaciones en los foros por la rara costumbre de Tallulah Bankhead de no usar ropa interior, lo que ocasionaba alboroto cuando la actriz debía subir al bote salvavidas por una escalera; a Hitchcock le pidieron intervenir pero éste se lavó las manos diciendo que en tal caso era un asunto a resolver por el departamento de vestuario o, a lo mejor, por el de maquillaje. Y la cuarta anécdota tiene que ver con el usual cameo hitchcockiano: en una historia situada por entero en un bote salvavidas en medio del mar, ¿dónde aparecería esta vez?, ¿como cuerpo flotando en el Atlántico?, ¿otro náufrago a la deriva?
Acaso no sería prudente aclarar, aquí, esa duda, que puede ser resuelta con sólo ver este filme riguroso, técnicamente impecable.